El norte argentino alojó por primera vez una celebración de beatificación. Y en la humilde San Ramón de la Nueva Orán, el cardenal Marcello Semeraro, en nombre del Papa Francisco, proclamó beatos a los sacerdotes Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antonio Solinas, mártires del Zenta, asesinados por comunidades indígenas a las que anunciaban el Evangelio en 1683.
Ni una nube en el cielo para que el sol arrope en la mañana salteña a los miles de peregrinos que acompañaron a una treintena de Obispos y sacerdotes que concelebraron con el Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos la Eucaristía. No faltó una delegación italiana de la diócesis de Nuoro, de la que era oriundo el beato Juan Antonio, integrada por sacerdotes, seminaristas, laicos y el propio Obispo monseñor Antonio Mura.
Como expresó el cardenal Semeraro en su homilía, los nuevos beatos fueron “ministros de la primera evangelización”.
Del beato Pedro, oriundo de Jujuy, aseguró que se trató de un “hombre para todas las épocas”. Es que a lo largo de su vida fue “testigo de Cristo en muchos estados de vida”. “Un testigo del proceso lo ha descrito como «buen político, buen marido y padre, y luego un excelente sacerdote, que conocía bien a los indios y los defendía, los bautizaba y cuidaba como cristianos”, describió. Es que el beato antes de ordenarse sacerdote en 1675 había sido alcalde de Jujuy y había estado casado con Petronila de Ibarra y Argañarás, nieta del fundador de San Salvador de Jujuy. Petronila falleció trágicamente debido al colapso de un edificio diez años después del matrimonio. Tenían dos hijos, que quedaron a cargo de la suegra del beato Pedro.
Del beato Juan Antonio, italiano natural de Cerdeña, jesuita que desde su ordenación sacerdotal se entregó a la misión, relató que “testimonios han destacado su generosa entrega a sus necesidades, tanto espirituales como materiales; así como la atención pastoral en favor de los españoles, que habitaban en aquellas tierras”. El padre Rafael Velasco, provincial de los jesuitas, relató al finalizar la ceremonia que el padre Solinas había escrito en referencia a los indígenas que “toda esta gente unida que viene poco a poco se muestra satisfecha no solo porque cree en las verdades que nosotros les hemos presentado, sino también porque están convencidas que nosotros nos quedaremos con ellos y no los abandonaremos. (…) Los evangelizaremos y convertiremos en su mismo territorio, y les daremos los alimentos necesarios y todos los otros beneficios posibles”.
“Fue el impulso misionero el que los condujo hacia un encuentro mutuo. Juntos se pusieron al servicio del Evangelio y fueron fieles hasta el derramamiento de la sangre”, evocó el Prefecto.
Juntos, sacerdote diocesano y religioso, junto con una comunidad de 18 mártires laicos españoles, indígenas, criollos, mulatos y afrodescendientes de los que no se sabe nombres, misionaban la zona del valle del Zenta cuando fueron martirizados. Tobas y Mocovíes organizaron el asalto a la Misión, y si bien los mártires fueron advertidos anteriormente, no huyeron, prepararon su alma, y continuaron el anuncio del Evangelio hasta el final. El 27 de octubre, sabiendo lo que probablemente ocurriría, se levantaron, oraron, celebraron la Santa Misa, y llamaron por campanilla para la catequesis. Cuando comenzaban, fueron asesinados a flechas y decapitados. Lo mismo ocurrió con los 18 colaboradores de los sacerdotes en la misión de Santa María.
Por más de 300 años su testimonio sobrevivió al paso del tiempo. La semilla de Evangelio regada con su sangre dio fruto. Y finalmente, el norte argentino tiene sus primeros beatos reconocidos, los mártires del Zenta.