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Cuesta mirar con empatía a mi hermano. No me pongo en su lugar. Ni hago mía su mirada. No asumo su vida como parte de la mía. Leía el otro día:
Necesito aprender a salir de mí mismo. Jesús les explicó el camino a sus discípulos con una parábola. Para que entendieran.
El hombre que no pasó de largo
Cuenta Jesús una historia. Un hombre fue asaltado en medio de un camino. Quedó expuesto, abandonado, herido, solo.
Y muchos pasaron delante de él. Quizás nadie hubiera deseado pasar por delante de un hombre herido. Porque su presencia era una complicación en la vida de los hombres.
¿Veo al abandonado?
Varios pasan de largo. Tal vez los más confiables. Los religiosos que veían a Dios en sus vidas. Los que lo habían dejado todo por seguir al Dios de sus vidas.
Ellos no ven al herido o prefieren no verlo. ¿Y yo? ¿Lo veo cuando está herido y abandonado al borde del camino?
Me gustaría hacer de esta parábola una norma en mi vida. Pero sería una norma que incumplo muchas veces, quizás demasiadas.
Y me siento como el sacerdote que da un rodeo para seguir su camino.
Mis prisas, mis planes están antes que la caridad. Antes que la compasión hacia aquel al que nadie ayuda.
Me siento tan lejos de ese buen samaritano... Me asemejo también a ese levita que da otro rodeo para evitar el problema y sigue su camino.
Como si mi lema de vida fuera: por favor, no me molesten. Y continúo pasando de largo delante del necesitado.
Los imprevistos hablan también de lo que Dios busca
¿Cómo hago para distinguir lo que Dios quiere de mí? ¿Quiere que me detenga para socorrer al caído o que corra a cumplir las expectativas ya programadas?
¿Cómo manejo los imprevistos? ¿Qué hago con esa necesidad urgente que irrumpe sin que nadie pueda detener el paso?
Nadie me prepara para lo que no está previsto. Soy yo el que puede educar mi corazón para las sorpresas.
O también puedo vivir atado a las rutinas, apegado a los planes sin tomar en cuenta la realidad que golpea la vida.
Pienso en esa orquesta que seguía tocando mientras el Titanic se hundía en las aguas heladas.
Puedo seguir con lo mío mientras la realidad junto a mí ha cambiado.
Más allá de mis intereses
La pandemia puede haberme endurecido el corazón. Pienso siempre en mí, en mi necesidad, en lo que a mí me falta.
Mis planes son lo primero y los demás tendrán que ver cómo solucionan los problemas. Yo estoy antes que el que sufre, que el abandonado, que el solitario.
Cuando mi corazón se niega a ensancharse es que ha envejecido de golpe y está muerto. Un corazón que no tiene empatía ni sufre con el que sufre es un corazón que está helado.
La cuaresma me empuja a detenerme ante el que sufre. Me obliga a ponerme en el lugar del que no tiene, del que está herido. Me lleva a dejar a un lado todo lo que me ocupa.
Sentir el dolor del otro
Dejo que resuene en mí el dolor ajeno. No significa estar de acuerdo con conductas y comportamientos ajenos.
Jesús nunca se alejó del pecador. No condenó el pecado retirando el amor de quien más lo necesitaba. No huyó del compromiso con el sufriente.
Se puso en el lugar de los que pecaban. Se abajó sobre ellos y llegó al borde del camino. Dejó las noventa y nueve ovejas en el redil para buscar la perdida. Salió preocupado por aquel que no tenía cómo vivir en paz en medio de los hombres.
Con hechos
Me gustan los hechos más que las palabras. Me convencen las obras no tanto las buenas intenciones.
Una cuaresma llena de palabras es como la hojarasca a los pies de los árboles desnudos en el otoño. Es sólo una vida insustancial llena de advertencias y mandatos.
Quiero tener obras y no sólo buenas intenciones. Quiero acercarme al que sufre. Tal vez más cerca de lo que pensaba.
Saliendo de mi estrechez de miras, de mis complejos y de mis miedos. Rompiendo las barreras de mi comodidad.
El buen samaritano soy yo cuando veo al hombre caído. Y para verlo tengo que mirarlo y detener el paso.
Si voy corriendo y mirando mi agenda, leyendo a los que me escriben, me olvido de la realidad que impacta en mi rostro.