Hace unos días pude asistir a una jornada sobre educación. En ella se mostraron algunos modelos educativos para tratar de poner remedio a lo que consideramos una grave situación de "emergencia educativa", tal y como la describió hace unos años Benedicto XVI; y después, se trajo a colación una dinámica para que todos, en nuestros ámbitos educativos, pudiésemos realizarla en los momentos en que percibiésemos el aburrimiento y la desgana de nuestros alumnos.
Consistía en un juego que trataba de despertarles, a través de un ejercicio de conexión corporal motora con música de por medio. Por medio del juego y de la atención directa en la actividad, los alumnos despertarían de nuevo a la clase -que había conseguido aburrirles- y podrían volver a reconectar con ella, sin permanecer dormidos o desatentos.
Sin pretender hace un juicio sobre estas dinámicas que seguro responden -y nacen- de un contexto en el que educar se ha vuelto complicado, se suscitan en mí varias preguntas: ¿qué nos pasa en las aulas, tanto a los estudiantes como a los profesores, que refleja una especie de rendición? ¿Por qué no conseguimos atraer a los alumnos hacia la belleza de nuestro mundo, de nuestra historia, de nuestra tradición, hasta el punto de necesitar todo tipo de astucias para "despertarles-nos" el deseo de saber, de aprender, de ser educados?
Sobre ello, enseguida recordé las palabras de F. Xavier Bellamy en el prólogo de 2015 a su obra Los desheredados:
Si tenemos en cuenta las nuevas reformas educativas que se nos avecinan, esto pone de manifiesto el hecho de que hemos renegado de nuestra responsabilidad. Todos los educadores, padres, madres, profesores, amigos, sacerdotes, políticos, parecemos habernos rendido en esta tarea. No es un problema solo de aburrimiento.
No queremos educar porque no sabemos para qué sirve, a qué fin se dirige la educación, precisamente porque desconocemos hacia dónde se dirigen nuestros esfuerzos.
Sin embargo, con dichas reformas dejamos clara una cosa: no consideramos que la transmisión de nuestra cultura sea directamente proporcional al fin de lograr sociedades mejores, más críticas, más libres, más fraternas. Por el contrario, la suma de desatinos en las últimas reformas refleja el desatino que supone asumir el progreso sin más, incorporando todo cambio tecnológico sin que exista una reflexión sobre su necesidad y su bien para las futuras generaciones.
Nos encontramos ante la pérdida de nuestra identidad común en pos de una abstracta y universal idea de felicidad tecnológica, de paraíso virtual convertido en una nueva religión, en la que acampan muchos dioses: el dinero, el poder, la fama, el éxito… En definitiva, una visión narcisista de nuestra sociedad configurada únicamente por el mercado y el estado que lo cobija.
Preguntémonos qué nos hace falta reconstruir, si es que se puede reconstruir algo desde donde estamos. Ya vaticinaba Alasdair MacIntyre que
Quizás tenga razón cuando sostiene que no estamos esperando a Godot sino a otro muy diferente, a un nuevo san Benito, que sea capaz de empezar de cero desde el trasfondo de vacío que alimenta nuestras sociedades y nuestras políticas educativas.
A la base de dicho vacío se encuentra el deseo de desterrar nuestra historia, nuestra fe y nuestra cultura basada en el testimonio cultural, filosófico y espiritual de una tradición, la judeocristiana, que ha sido sustituida por las concesiones seculares de un Estado caprichoso, malintencionado y pertinaz en el olvido de la memoria – salvo en aquellos asuntos que le interesan a costa de utilizar a los muertos con el sesgo que solo la ideología procura –.
Sin embargo, el mundo al que nos dirigimos, la cultura que construimos, muestra que sin esa fuente común que ha pervivido a través de los siglos, la cristiana, solo educamos en la ausencia de significado, en la asepsia valorativa y en la amnesia existencial.
Los hombres de nuestro tiempo ya no se sienten hijos, ni tampoco padres. La memoria del hogar y del arraigo no consigue despertarnos del letargo que produce el imperativo moderno de la novedad. Necesitamos cambiar, movernos, porque detenerse es morir.
Hay que ser absolutamente moderno (del latín modo, que significa “ahora”), pero ni siquiera tenemos la fuerza suficiente para no sucumbir a un "ahora" falto de sentido, que se arrastra por los rincones arañando la costra de lo viejo para ver qué de nuevo sale, sin ver nada nuevo bajo el sol.
Un mundo sin Dios, en el que eduquemos sin sabernos parte de una historia más grande que nos abraza, está condenado a repetir algunas de sus más ejemplares atrocidades. No somos solo instante de pura novedad, somos memoria y esperanza. Sin bucear en las raíces profundas de nuestra historia común, en los vínculos que nos han hecho hermanos en Cristo durante tantos siglos, no habrá esperanza que alimentar ni futuro que edificar.
Necesitamos poder hacer del mundo un hogar. El hombre necesita habitar el mundo, convertirlo en morada, hacer de él algo singular y significativo. De nuevo Bellamy nos señala que lo que diferencia un hogar de una vivienda es que la vivienda es un espacio físico que utilizamos para descansar, pudiendo ser sustituido por cualquier otro. El hogar, sin embargo, es único, porque está hecho de memoria, de recuerdos, de experiencias y de rostros. Un hogar no es un montón de ladrillos, muebles y otras cosas, sino los lazos invisibles que unen todo esto entre sí y con nosotros, creando una historia singular.
Nuestro hogar común es Cristo, solo Él hace nuevas todas las cosas. Sólo desde Él podemos educar y construir un mundo desde la memoria del hogar común, donde todos somos hijos. Un lugar poblado de afectos y de rostros que testimonian la fe en medio de un mundo cada vez más baldío. Reconocer y testimoniar nuestra historia, morada para los hombres de buena voluntad, desde la certeza de que la vida es buena, bella y verdadera, es la tarea a la que estamos llamados. Anunciar que existe la luz en medio de la oscuridad.
Esa es también nuestra esperanza en la educación. Sin ella, sigamos esperando a san Benito.