Los hijos no son de sus padres. Al casarnos, nos dijimos mutuamente: “Yo me entrego a ti” y “yo te recibo”. Desde ese momento, los esposos somos uno del otro para todos los días de la vida. Los hijos pueden llegar o no; y que no lleguen no quiere decir que ese matrimonio no sea verdadero matrimonio, ni que no sea fecundo. Pero los hijos, siendo un don que nace del amor mutuo de los esposos, no les pertenecen de la misma forma en que los cónyuges son uno del otro.
Nuestros hijos son un don, un regalo, que se nos confía para amarlos. Y quererlos bien implica tener presente que debemos ayudarles a madurar en todos los órdenes (físico, afectivo y emocional, espiritual) para que sean capaces de encontrar y seguir su camino, su vocación.
Madurar conlleva ir dando pasos para separarte de tus padres, para ir tomando las riendas de tu vida, tus propias decisiones, sin depender en todo de tus mayores. El reto es encontrar -por las dos partes- el equilibrio entre la dependencia y la indiferencia.
Lo cierto es que en este proceso no hay crecimiento sin cierto sufrimiento: p.ej. la adolescencia, cuando los hijos se alejan de sus padres para acercarse más a sus amigos, a su pandilla, a sus iguales, es un momento de crisis familiar. ¿En qué sentido? En que “mi niño tan bueno, cariñoso y familiar” ha pasado a ser “un adolescente huraño, irritable y desapegado”. Cambios que hay que asumir y que forman parte del proceso normal de crecimiento del adolescente, pueden provocar cierta tensión, confusión y tristeza en sus padres. Es normal, es una crisis (“de crecimiento”, precisamente).
Crisis en sentido positivo
No entendamos crisis en sentido negativo, como conflicto, enfado, ruptura de relaciones… Cada fase del crecimiento supone una crisis entendida como cambios en la vida familiar con la necesidad de reajustar las relaciones conforme a las nuevas circunstancias. Los esposos no necesariamente lo van a pasar mal, pero puede que sí les cueste en cierta medida cada uno de esos cambios.
No es difícil comprender que el momento en que cada uno de los hijos se independiza y se va de casa, ya sea para formar su propia familia o por cualquier otro motivo, es también una crisis. Leo algunos artículos en los que se afirma que si los padres se sienten tristes cuando sus hijos se van de casa, es síntoma de que el matrimonio no está muy unido. Porque, si se llevaran realmente bien, no sólo no se entristecerían, sino que se alegrarían de tener más tiempo para ellos dos.
Me parece que estas afirmaciones tan categóricas hay que matizarlas. Sin duda, que uno de sus miembros se independice es un cambio relevante en una familia. Ya he dicho que querer bien a los hijos implica ayudarles a madurar y vivir su propia vida. Alegrarse, respetar la libertad de los hijos y ayudarles en las decisiones que han tomado, no está reñido con sentir una cierta tristeza y nostalgia por no tenerles cerca diariamente.
La unión conyugal se fortalece
Si esa nostalgia se vive con paz y no se vuelca negativamente en la vida de los hijos, parece algo normal; incluso es un momento que facilita el encuentro y fortalecimiento de la unión conyugal, al apoyarse los esposos mutuamente en el momento de ver salir a sus hijos del hogar.
Otra cosa es que esa cierta tristeza se convierta en una dificultad seria, incluso patológica, y se manifieste en celos, comportamientos posesivos, reproches… Esto sale de lo normal y conviene tomar medidas para solucionarlo.
Ciertamente, si se producen estas consecuencias, pueden ser síntoma de que la relación conyugal no iba bien y uno de los esposos se ha volcado inadecuadamente en sus hijos, buscando cubrir las carencias afectivas que no encuentra en su relación matrimonial. Lo mejor sería hacérselo ver a la persona, proponer una ayuda para -si es posible- recuperar la armonía conyugal y en cualquier caso para que no cause problemas a sus hijos, originados por sus propias dificultades.