Es Él quien se agacha sobre mí, caído en mis debilidades, y me lleva hasta su pecho para abrazarme conmovido...
Me gusta Jesús cuando me mira y me revela mi verdad. Me siento como uno de esos escribas y fariseos de los que habla Jesús, que se consideran importantes y buenos.
Y se sienten seguros y poderosos. Como si Dios los mirara complacido, orgulloso de sus hijos.
¿Cómo me mira Dios a mí?
En ocasiones siento que mis actos tienen tanto poder que pueden influir en el ánimo de Dios.
Yo hago que Dios se enoje conmigo y arda en cólera cuando no actúo con justicia o mis pecados hieren al débil. Yo logro que Jesús sonría complacido y feliz al ver mis buenas obras.
¿Tengo tanto poder con mi comportamiento? ¿Cómo es Dios?
Mi (pequeña) idea de la divinidad
VladisChern | Shutterstock
No lo sé. Siempre que pienso en el Dios de mi vida me reconozco incapaz de definirlo, de encuadrarlo en mis medidas.
Quiero ponerle límites con mis nombres, con mis experiencias. Para controlarlo mejor a Él y tener así un cierto control sobre mi propia vida.
Un Dios a la medida de mi corazón es más fácil. Un Dios adaptado a mi tamaño. Pequeño como yo, moldeable. Un Dios hecho con manos humanas. Un Dios impotente y frágil.
Y yo, mientras tanto, soy poderoso. El orgullo y la vanidad de cumplir con sus mandamientos pueden alejarme de Él en lugar de acercarme, porque cuando lo hago todo bien ya no me hace falta su presencia.
¿Acaso creo que yo soy?
Shutterstock-Luis Molinero
Yo puedo solo, soy digno, sabio y poderoso. Y los demás me deben pleitesía, pueden rendirse a mis pies y me siento bien cuando recibo alabanzas y todo tipo de halagos.
La vanidad me envenena. Puedo salvarme solo y entonces el cielo es el pago por mis servicios.
Tengo derecho a entrar y nadie puede detenerme. No necesito a Dios para entrar en el cielo. Seguro que Él está feliz conmigo.
Creo que ese perfeccionismo que construyo con mis fuerzas es lo que más daño me hace.
Quiero reflejar una imagen impoluta, perfecta. Bien peinado, bien vestido. Siempre con la palabra correcta en la boca. Todo lo sé, todo lo he visto, todo lo controlo.
No me da miedo nada porque está todo bajo mi mirada. Nada se me escapa. ¿No tengo el peligro de llegar a pensar así y querer ser como Dios?
Puedo comulgar porque he cumplido con todo, lo hago todo bien y Dios sonríe, orgulloso de mí, seguro y me da mi premio.
Esa imagen es la que destilan los fariseos. Ellos juzgan lo que está bien y lo que está mal. Condenan a los pecadores, expulsan a los infieles.
Ellos simplemente dan ejemplo porque son dignos. Sus oraciones valen más y sus actos son los que siembran santidad.
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