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Se trata de la comunidad fundadora de la Iglesia en la hoy diócesis de Orán, liderada por dos sacerdotes, Pedro Ortiz de Zarate, y el misionero jesuita Juan Antonio Solinas, cuyo martirio acaba de ser reconocido en los decretos emitidos por la Congregación para la Causa de los Santos.
De orígenes distintos, pero unidos en el afán misionero por anunciar el Evangelio entre las comunidades aborígenes del norte argentino y crecer en amistad y fraternidad con ellas, Ortiz de Zárate, heredero de fortunas y cargos civiles, ordenado sacerdote tras enviudar, y Solinas, jesuita oriundo de Cerdeña misionero de múltiples comunidades en Sudamérica, emprendían juntos una misión en el Chaco junto con la colaboración de laicos de múltiples orígenes, tanto aborígenes como españoles, negros y mulatos. Una auténtica comunidad cristiana.
En una reciente celebración para pedir por la beatificación, el obispo de Orán monseñor Luis Antonio Scozzina evocaba:
“Dos misioneros que tomaron en serio e l evangelio de Jesús: vayan, anuncien la buena noticia, curen las enfermedades (…). En esos momentos, llevar la buena noticia era adentrarse en las comunidades originarias de estos tiempos que estaban en conflicto con lo que era en ese momento el Virreinato del Río de la Plata. Obviamente, conflictos que nacen también de la ocupación de tierras, de la expansión, de un proceso de colonización, pero estos hombres, como dice el Evangelio de hoy, sin llevar en el anuncio el poder, sino solamente el Evangelio de Jesús, con la palabra de Jesús, con el anuncio de Jesús, se adentraron en estas tierras para de alguna manera dar origen a lo que hoy es la diócesis de Orán”.
Ojotáes, Tobas, Mocovíes, Chiriguanos, Mataguayos, múltiples eran las tribus con las que buscaban entrar en diálogo los misioneros. Tobas y Mocovíes fueron los responsables de un monumental acecho, con cientos de hombres, sin mujeres y niños, que terminó con el martirio. Aunque inicialmente ocultaron su intención, los padres Ortiz de Zárate y Colina pronto advirtieron lo que buscaban estos indígenas, prepararon su alma, y los sirvieron hasta el final con ofrendas y muestras de amor.
Fueron finalmente asesinados, y junto con ellos 18 miembros de la comunidad cuyas identidades se desconocen más allá de su origen: dos niñas, dos españoles, un negro, un mulato, y 12 aborígenes. Asesinados con flechas, fueron decapitados, y sus cráneos usados como copas.
Faltaba en la comunidad el padre Diego Ruiz, jesuita, quien estaba de viaje buscando apoyo para nuevos horizontes de la misión. Sobre él, y las cualidades misioneras que buscaba en ese viaje, escribimos aquí:
Al llegar, el padre Ruiz evitó que la comitiva civil que lo acompañaba vaya tras los asesinos: habían venido a convertir, no a matar.
La comunidad misionera que iniciaban los padres Ruiz, Ortiz y Colina era una iniciativa conjunta entre una Iglesia diocesana y la Compañía de Jesús; probablemente, se haya tratado de una confluencia natural entre misiones emprendidas por separado, pero que unidas por el mismo espíritu evangélico unieron fuerzas. En la comunidad, no estaban solos: los acompañaban laicos de origen europeo, pero también africano y aborigen. Todos eran miembros de la misión. La comunidad martirizada, más allá del paso del tiempo, tenía rasgos similares a los de la Iglesia hoy. De distintos orígenes, caminaban juntos.
Por eso, el ímpetu misionero de aquella comunidad bien puede inspirar a la que hoy hereda su mandato. Decía monseñor Scozzina: “El mandato de Jesús a sus discípulos es un mandato de anunciar la Buena Noticia, no por la fuerza y el poder, si no por el testimonio de una vida entregada. Esto es lo que hoy queremos pedirle a Jesús. La gracia de la beatificación, para que nosotros, a ejemplos de estos hombres misioneros, cumplamos hoy nuestra misión de ser testigos de Jesús, de anunciar la buena noticia de Jesús, de llevar el anuncio del Evangelio, es decir el anuncio de la paz, la reconciliación, del perdón”.