Hoy Jesús bendice a los niños y me bendice a mí en ellos.
"Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: - Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos".
Quisiera ser como esos niños que se acercan a Jesús sin miedo. El niño sano confía en sus padres, no vive con miedo.
Todo es seguro en su vida porque su familia es un fuerte, un lugar sagrado donde nada tiene que temer.
El niño vive el presente y lo valora como un don. Es capaz de sorprenderse siempre, nunca se desilusiona porque la vida guarda siempre sorpresas.
El niño mira con inocencia a los demás, no los juzga, no sospecha, no se asusta ante ellos.
Sonríe con facilidad y sólo se enfada cuando las cosas no salen según sus planes. Pero pronto recupera la calma.
Los niños se acercan a aquellas personas que emanan bondad. No desconfían, no dudan. El niño tiene un alma pura, inocente que ve todo bien y se alegra con los regalos de cada día.
Se entusiasma con las aventuras y siempre está dispuesto a emprender un gran viaje.
El niño necesita el abrazo de los suyos para sentirse seguro. Un abrazo tierno y firme. Un abrazo cálido en el que descansar el rostro.
Quisiera tener un corazón de niño para enfrentar la vida. El niño no es blando, puede tener una gran capacidad para sobrellevar las contrariedades.
Hablo de un niño sano, de un niño amado.
El niño que en sus primeros años ha percibido el amor incondicional de sus padres, de su familia, no tiene miedo.
Vive en la paz de un hogar donde es aceptado y querido en su verdad. El niño sano descansa y sonríe. Vive volcado en el mundo. Escribe Albert Espinosa:
"Los niños miran mucho hacia fuera y poco hacia dentro. Los adultos mucho hacia dentro y poco hacia fuera. Sólo los niños que sufren miran hacia dentro".
Y hay muchos niños que sufren, que han sido heridos, que han perdido la inocencia por el camino.
Niños a los que el sufrimiento ha vuelto herméticos y desconfiados. Los ha hecho huidizos y poco cariñosos.
Tengo un niño dentro que ha sufrido y ha vivido. Que a veces tapo para que no grite dentro de mi alma queriendo salir.
Un niño al que le gustan los juegos y las personas alegres. El niño sencillo y amante de las diversiones. Tengo dentro de mí un niño enamorado de las aventuras y de los sueños.
Quiero volverme hacia dentro en un gesto nuevo. Abrazar como Jesús, muy dentro de mí mismo, a ese niño herido por la vida que vive dentro de mí.
A ese niño amante del presente que se ha vuelto desconfiado. Ese niño alegre que de vez en cuando llora.
Ese sin memoria que guarda rencor. El niño sencillo que se complica ante la vida y sus complejidades.
Quiero abrazar al niño que llora dentro de mí, o vive con rabia los contratiempos de la vida. Quiero reírme con él y saber que la vida es más sencilla de como yo la veo.
Necesito recuperar mis ojos de niño. Esos ojos capaces de asombrarse con la vida y disfrutar los regalos que esta le regala cada mañana. Esos ojos de niño que siempre confían.
El padre José Kentenich hablaba mucho de la entrega filial de los niños, la entrega confiada que cada uno debería tener:
Abrazando a mi niño interior me sano. Me vuelvo más filial y confiado. Entiendo que Dios es mi Padre y a Él le importa todo lo que me duele. Confío en su poder y nada temo en medio de las olas.
Me gusta esa mirada de niño que quiero conservar. Dios tiene el timón de mi barca y yo nada temo.
La confianza me lleva al abandono. Mi vida está en las manos de Dios. ¿De qué me sirve preocuparme tanto por las cosas?
Todo va a estar bien. Nada va a salir mal si confío en el poder de Dios en mi vida.