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¿Cómo saber cuándo hablar y cuándo es mejor callar?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 10/09/21
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No quiero hablar mal de otros, ni enredarme en juicios y condenas. Decir lo que pienso es importante, pero no siempre es necesario hacerlo

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Y el sordo que apenas podía hablar comienza a hablar de golpe. Junto a todos aquellos que han sido testigos del milagro, alaba y juntos salen por las calles gritando: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».

Es importante mirar al cielo, alzar la mirada a lo alto y dejar de angustiarme por las cosas de la tierra. Mirar al cielo agradecido por todo lo que me da.

Las cosas que me pasan tienen el peso que tienen, pero no más. Mirar al cielo me libera. Es lo que Jesús hace. Se detiene, mira al cielo y suspira. Mirar al cielo me hace libre. Me libero de la tierra y me lleno de esperanza.

Ante los milagros en mi vida mi alma se llena de gozo. La alegría no puede ser contenida dentro de una cárcel. El silencio no puede detener el deseo de cantar.

Tengo que contar al mundo todo lo que he visto y he oído, todo lo que me ha sucedido. Quiero alabar a Dios por los milagros de los que he sido testigo.

Como dice hoy el salmo: «Alaba, alma mía, al Señor. Que mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos. El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos. Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados».

Quiero hablar y alabar a Dios por todo lo que hace en mí. No me quiero callar por miedo. No quiero guardarme mi alegría por temor al rechazo. Y no quiero permanecer mudo ante toda la belleza que se despliega ante mis ojos.

Hablo por no callar. Alabo en lugar de condenar y criticar. Que de mis labios broten palabras positivas, juicios enaltecedores.

Es verdad que aplaudo al hombre sincero que dice lo que piensa siempre. Pero no lo admiro cuando no dice las cosas con caridad, con respeto, con mucho amor. En esos casos no veo en su actitud la misericordia de Dios.

Si no hablo con amor es mejor que guarde silencio. Tengo claro ese dicho que me acompaña: «Soy amo de mis silencios y esclavo de mis palabras».

Quisiera decir las cosas con facilidad, con sinceridad, pero con amor. Tocar los temas difíciles, no callar, no mentir, no omitir la verdad. Pero sé cómo tengo que hacerlo, con amor.

En medio de mi vida quiero callar cuando no vaya a aportar nada positivo al intercambio. Hablar bien significa bendecir. Entonces hablar mal de alguien estará unido al verbo maldecir.

No quiero hablar mal de otros, ni enredarme en juicios y condenas. Decir lo que pienso es importante, pero no siempre es necesario hacerlo. Hablar por no callar no aporta nada.

No es necesario que tenga una opinión sobre todas las cosas que suceden a mi alrededor. Puedo omitir mi juicio, puedo permanecer callado.

Y siempre, eso sí, alabar a Dios con voz audible, agradeciéndole por los milagros que obra en mi vida.

Como aquellos que ese día fueron testigo de un milagro impresionante y no pudieron contenerse. Salieron a la calle dispuestos a alabar a Dios por todo lo que había hecho en sus vidas. Jesús todo lo hace bien.

Así quiero vivir yo, alabando a Dios por sus obras. Así quiero hacerlo. Tengo motivos para agradecer. Por los pequeños regalos diarios. Por el don de la vida que es un milagro continuo.

Nadie me garantiza un día más de vida. Todo está en las manos de Dios y yo no puedo sino agradecerle por lo que hace conmigo.

Alabar a Dios por mi hermano, por su vida, por sus obras, por sus milagros. Alabar a Dios porque no se baja de mi vida y camina sobre mis pasos, no me deja solo.

No me callo buscando en Dios el silencio que me ayude a descifrar su querer. Sigo caminando y dando gracias. Enalteciendo al que va conmigo y halagándolo por los milagros de Dios en su vida.

Ese es el milagro mayor, el que sucede en el interior de mi corazón. Cuando la gratitud expulsa el rencor y la envidia. Dentro me habla Dios cuando callo.

Quiero ser capaz de observarlo todo, pero hablar poco. No vivir criticando lo que hacen los demás.

Como leía el otro día: «La gente que no tiene vida siempre se tiene que meter en la de los demás».

Los juicios que vierto sobre los demás pesan sobre mí. La palabra tiene mucho poder. Crea realidades y puede elevar o echar por tierra la fama de las personas. Mi juicio sobre sus obras es demoledor.

Aprender a callar y no juzgar todo lo que veo es un ejercicio difícil. Que Dios me dé el habla para alabar, para dar sabios consejos, para enaltecer a mi hermano y hacer que se sienta mejor y su autoestima mejore. Bendecir y nunca maldecir. 

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