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Todos tenemos oídos, pero muchas veces no logramos escuchar. Atrapados en nuestras prisas, con mil cosas que decir y hacer, no encontramos tiempo para detenernos a escuchar a quien nos habla. Corremos el riesgo de volvernos impermeables a todo y de no dar cabida a quienes necesitan ser escuchados. Comentando el Evangelio del día, el Santo Padre invitó a abrirnos a la Palabra de Dios y a la escucha de nuestro prójimo
“Jesús es la Palabra: si no nos detenemos a escucharlo, pasa de largo. Pero si dedicamos tiempo al Evangelio, encontraremos un secreto para nuestra salud espiritual”. Fueron palabras del Papa Francisco, quien, como cada domingo se asomó a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano para rezar junto con los fieles la oración mariana del Ángelus. Al comentar el Evangelio del día (Mc 7, 31-37), que en el XXIII domingo del Tiempo Ordinario presenta a Jesús que obra la curación de una persona sordomuda, el Santo Padre animó en este día, para nuestra salud espiritual, a dedicar más tiempo al Evangelio: cada día un poco de silencio y de escucha, - dijo - algunas palabras inútiles de menos y algunas Palabras más de Dios. Pero, además, refiriéndose a modo de ejemplo a nuestra vida familiar, invitó a fijarse en las veces que “se habla sin escuchar primero, repitiendo los propios estribillos siempre iguales”. Y afirmó que el renacimiento de un diálogo a menudo no viene de las palabras, sino del silencio, del no obcecarse, de volver a empezar con paciencia a escuchar a la otra persona, sus afanes, lo que lleva dentro. “La curación del corazón – aseguró – comienza con la escucha.
Lo que llama la atención en el relato – comenzó diciendo el Papa – es la forma en que el Señor realiza este signo prodigioso: toma al sordomudo a un lado, le pone los dedos en los oídos y con la saliva le toca la lengua, luego mira hacia el cielo, suspira y dice: "Efatá", es decir, "¡Ábrete!" (cfr. v. 34)”.
En otras curaciones de enfermedades igualmente graves, como la parálisis o la lepra, Jesús no hace tantos gestos. ¿Por qué hace todo esto ahora, aunque sólo se le ha pedido que imponga su mano sobre el enfermo (cf. v. 32)? ¿Por qué hace este gesto? Quizás porque la condición de esa persona tiene un valor simbólico particular y tiene algo que decirnos a todos. ¿De qué se trata? Se trata de la sordera. El hombre no podía hablar porque no podía oír. De hecho, Jesús, para curar la causa de su malestar, primero le pone los dedos en los oídos.
“Todos tenemos oídos, pero muchas veces no logramos escuchar”, continuó diciendo Francisco. De hecho, hay una sordera interior, que hoy podemos pedir a Jesús que toque y sane. Se trata de una sordera que “es peor que aquella física” porque es “la sordera del corazón”:
Atrapados en nuestras prisas, con mil cosas que decir y hacer, no encontramos tiempo para detenernos a escuchar a quien nos habla. Corremos el riesgo de volvernos impermeables a todo y de no dar cabida a quienes necesitan ser escuchados: pienso en los niños, en los jóvenes, en los ancianos, en muchos que no necesitan tanto palabras y sermones, sino ser escuchados. Preguntémonos: ¿cómo va mi escucha? ¿Me dejo tocar por la vida de las personas, sé dedicar tiempo a los que están cerca de mí, para escucharla? Esto es para todos nosotros, pero en modo particular, para los sacerdotes, la gente: el sacerdote debe escuchar a la gente, no ir de prisa. Escuchar y ver cómo los puede ayudar, pero después de haber escuchado. Y todos nosotros: primero escuchar, y luego responder.
Así, como escribimos en la introducción y repetimos, el Santo Padre invitó a pensar en la vida familiar: “¡cuántas veces se habla sin escuchar primero, repitiendo los propios estribillos siempre iguales!”
Incapaces de escuchar, decimos siempre las mismas cosas, o no dejamos que el otro termine de hablar, de expresarse, y nosotros lo interrumpimos. El renacimiento de un diálogo a menudo no viene de las palabras, sino del silencio, del no obcecarse, de volver a empezar con paciencia a escuchar a la otra persona, sus afanes, lo que lleva dentro. La curación del corazón comienza con la escucha. Escuchar. Y esto, sana el corazón. “Pero, padre hay gente aburrida que siempre dice las mismas cosas” ¡Escúchalo! Y luego cuando terminará de habla; di tu palabra, pero escucha todo.
“Lo mismo vale para el Señor”, prosiguió Francisco:
Hacemos bien en inundarle con peticiones, pero haríamos mejor en escucharle primero. Jesús lo pide. En el Evangelio, cuando le preguntan cuál es el primer mandamiento, responde: "Escucha, Israel". Luego añade el primer mandamiento: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón [...] y a tu prójimo como a ti mismo" (Mc 12,28-31). Pero en primer lugar dice: "Escucha Israel", escucha tú. ¿Nos acordamos ponernos a la escucha del Señor? Somos cristianos, pero quizás, entre las miles de palabras que escuchamos cada día, no encontramos unos segundos para dejar que resuenen en nosotros unas palabras del Evangelio. Jesús es la Palabra: si no nos detenemos a escucharlo, pasa de largo. ¡Si no nos detenemos para escuchar a Jesús, pasa de largo! San Agustin decía: "tengo miedo del Señor cuando pasa”, pero el miedo era que pasase, sin escucharlo.
Y así llegó el Obispo de Roma a decirnos el “secreto” para nuestra salud espiritual, que encontramos “si dedicamos tiempo al Evangelio”:
He aquí la medicina: cada día un poco de silencio y de escucha, algunas palabras inútiles de menos y algunas Palabras más de Dios. Escuchemos hoy, como el día de nuestro bautismo, las palabras de Jesús: "Efatá, ábrete". Jesús, deseo abrirme a tu Palabra, abrirme a la escucha. Sana mi corazón de la cerrazón, la prisa y la impaciencia.
En la conclusión, y antes de elevar al cielo la oración mariana, pidió “que la Virgen María, abierta a la escucha de la Palabra, que se hizo carne en ella, nos ayude cada día a escuchar a su Hijo en el Evangelio y a nuestros hermanos con un corazón dócil, con corazón paciente y con corazón atento".