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Lo que dice el Nuevo Testamento sobre la hospitalidad

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Gentile da Fabriano | Public Domain

MTA - Malta Tourism Authority - publicado el 02/09/21

Los Evangelios describen que Jesús “no tiene dónde recostar la cabeza”. Pero también lo presentan como alguien que ofreció el mejor vino, comida para miles de personas y desayuno para sus discípulos después de su Resurrección

Uno de los capítulos más famosos de la Regla de san Benito es el Capítulo 53. En él, se describe cuidadosamente cómo deben atender los monjes las necesidades de los visitantes y peregrinos que se hospeden en el monasterio. El texto es relativamente breve, pero, a pesar de su brevedad, se trata con diferencia de la parte más famosa e influyente de la Regla. Inspirado por la Escritura, resume la tradición milenaria de la hospitalidad bíblica en solo unas pocas líneas. Dice lo siguiente:

A todos los huéspedes que vienen al monasterio se les recibe como a Cristo, porque él dirá: “fui forastero y me hospedasteis”.

No es de extrañar que las comunidades monásticas consideren la hospitalidad como el mismísimo centro de su misión e identidad. Los monasterios se suelen encontrar en áreas relativamente inaccesibles, aisladas y solitarias. Por eso, a los viajeros que deambulen por estas regiones especialmente remotas seguro que les viene bien toda la ayuda que puedan recibir, sobre todo si es de monjes, compelidos por su Regla y su caridad y sentido común cristianos a echar una mano. El pasaje del Evangelio de Mateo que inspira la Regla benedictina dice así:

Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver.

Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?”. Y el Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”.

Claramente, la hospitalidad no es un invento monástico, sino más bien un valor bíblico central. Los Evangelios describen desde el principio que Jesús “no tiene dónde recostar la cabeza”. Las narraciones comunes y tradicionales sobre la Natividad presentan que María y José fueron rechazados por todos los posaderos. Algunos sucesos en el libro de Hechos también reflejan los grandes gestos hospitalarios de los Patriarcas. Jesús mismo es retratado en los Evangelios viajando constantemente por Galilea, casi como un predicador itinerante y, por ello, en constante necesidad de cobijo y hospitalidad.

En Génesis 18 está el texto clave donde se encuentra el modelo de hospitalidad bíblica. Se ha leído como la respuesta humana paradigmática a la hospitalidad divina original. Igual que en las líneas iniciales del mismo libro Dios crea un mundo apropiado para los seres humanos y les provee de todo lo que puedan necesitar durante su estancia en él, el capítulo 18 da la vuelta a la moneda. Cuenta la historia de la generosa hospitalidad de Abraham y Sara hacia tres visitantes que acudieron a ellos a través del encinar de Mamré. La vida seminómada a menudo hacía que personas de diferentes orígenes entraran en contacto entre sí. La Canaán de Abraham era parte de una tierra puente natural entre Asia y África, una popular ruta comercial. En ausencia de una industria formal de hospitalidad, las personas tenían obligación de dar la bienvenida a los forasteros.

El texto dice así:

El Señor se apareció a Abraham junto al encinar de Mamré, mientras él estaba sentado a la entrada de su carpa, a la hora de más calor. Alzando los ojos, divisó a tres hombres que estaban parados cerca de él. Apenas los vio, corrió a su encuentro desde la entrada de la carpa y se inclinó hasta el suelo, diciendo: “Señor mío, si quieres hacerme un favor, te ruego que no pases de largo delante de tu servidor. Yo haré que les traigan un poco de agua. Lávense los pies y descansen a la sombra del árbol. Mientras tanto, iré a buscar un trozo de pan, para que ustedes reparen sus fuerzas antes de seguir adelante. ¡Por algo han pasado junto a su servidor!”. Ellos respondieron: “Está bien. Puedes hacer lo que dijiste”. Abraham fue rápidamente a la carpa donde estaba Sara y le dijo: “¡Pronto! Toma tres medidas de la mejor harina, amásalas y prepara unas tortas”. Después fue corriendo hasta el corral, eligió un ternero tierno y bien cebado, y lo entregó a su sirviente, que de inmediato se puso a prepararlo. Luego tomó cuajada, leche y el ternero ya preparado, y se los sirvió. Mientras comían, él se quedó de pie al lado de ellos, debajo del árbol. Ellos le preguntaron: “¿Dónde está Sara, tu mujer?”. “Ahí en la carpa”, les respondió. Entonces uno de ellos le dijo: “Volveré a verte sin falta en el año entrante, y para ese entonces Sara habrá tenido un hijo”.

Hay un hecho muy sencillo y directo que se ha considerado como lección central de este pasaje: de no haber sido por su hospitalidad, Abraham y Sara nunca habrían tenido hijos. Es precisamente porque recibieron a estos extraños en su casa que también recibieron la bendición de tener a Isaac. Abraham y Sara, desde su propia escala humana, devolvieron el gesto hospitalario inicial, divino y “cósmico” de Dios.

Otro célebre viajero bíblico, san Pablo, llevó un regalo similar a otro lugar.

“De todos los dones que han llegado a estas costas a través de la historia de sus gentes”, dijo el papa Benedicto XVI a los malteses cuando visitó el país en 2010, “el mayor de todos fue el que trajo Pablo, y es mérito vuestro el que fuera inmediatamente acogido y custodiado”. Benedicto se refería al famoso pasaje del libro de Hechos, popularmente conocido como “el naufragio de Pablo”, y su encuentro con Publio, el jefe de la isla que terminó convirtiéndose en su primer obispo:

Cuando estuvimos a salvo [en la isla], nos enteramos de que la misma se llamaba Malta. Sus habitantes nos demostraron una cordialidad nada común y nos recibieron a todos alrededor de un gran fuego que habían encendido a causa de la lluvia y del frío. Pablo recogió unas ramas secas y las echó al fuego. El calor hizo salir una serpiente que se enroscó en su mano. Cuando los habitantes del lugar vieron el reptil enroscado en su mano, comenzaron a decir entre sí: “Este hombre es seguramente un asesino: se ha salvado del mar, y ahora la justicia divina no le permite sobrevivir”. Pero él tiró la serpiente al fuego y no sufrió ningún mal. Ellos esperaban que se hinchara o cayera muerto. Después de un largo rato, viendo que no le pasaba nada, cambiaron de opinión y decían: “Es un dios”.

Había en los alrededores una propiedad perteneciente al principal de la isla, llamado Publio. Este nos recibió y nos brindó cordial hospitalidad durante tres días. El padre de Publio estaba en cama con fiebre y disentería. Pablo fue a verlo, oró, le impuso las manos y lo curó. A raíz de esto, se presentaron los otros enfermos de la isla y fueron curados. Nos colmaron luego de toda clase de atenciones y cuando nos embarcamos, nos proveyeron de lo necesario. (Hechos 28)

Lucas fue el compañero y escriba de Pablo durante sus viajes por el Mediterráneo. De camino a su juicio en Roma en el año 60Pablo naufragó frente a la costa noroeste de Malta y pasó allí los innavegables meses de invierno. Como se lee en el texto, durante su estancia, convirtió al gobernador de la isla, Publio, curó a los enfermos y predicó el Evangelio, estableciendo así las primeras raíces del cristianismo maltés.

Desde entonces —y hasta el día de hoy— los malteses se encuentran entre los católicos más apasionados del mundo, con una tradición ininterrumpida de dos milenios de rica herencia cristiana. Comenzando con Publio, la comunidad cristiana maltesa es tan antigua como las de Éfeso, Jerusalén, Corinto y Roma, no solo gracias al providencial naufragio de Pablo, sino también a la hospitalidad que le brindaron los malteses.

En una de sus homilías, Juan Crisóstomo explica que fue bastante excepcional que un hombre como Publio –noble, rico y en una posición destacada de liderazgo– también tuviera la amabilidad de mostrar una disposición tan caritativa hacia Pablo y los demás prisioneros, permitiéndole incluso predicar libremente el Evangelio en la isla. La tradición sostiene que, durante su estancia de tres meses en el lugar, Pablo convirtió a Publio al cristianismo y lo ordenó obispo de Malta, encargado de cuidar de la comunidad cristiana recién establecida. Los abundantes restos arqueológicos paleocristianos dan testimonio de esta tradición milenaria, en especial la Gruta de San Pablo y Santa Águeda y las catacumbas de San Pablo. De hecho, se cree que la mencionada gruta fue el lugar donde el apóstol pasó la mayor parte de su tiempo predicando el Evangelio.

Años después, Publio fue enviado a Atenas y se convirtió en su segundo obispo, tras san Dionisio de Areopagita, un personaje que también aparece en el libro de Hechos. Más tarde, en este mismo lugar, fue arrojado a los leones y martirizado, en torno al año 112, durante el reinado del emperador Adriano. San Cuadrado le sucedió como obispo.

No te pierdas la galería de imágenes más abajo para descubrir las catacumbas paleocristianas maltesas, las más importantes en este estilo aparte de las de Roma.

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cristianismoevangeliohistoriahospitalidadmaltaperegrinación
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