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Del honor al desprecio: los burros y el papado

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Este humilde animal de largas orejas fue escogido por Cristo y, en ocasiones, por sus Vicarios

En su libro Jesús de Nazaret, publicado en 2007, el papa Benedicto XVI sorprendió a muchos lectores al señalar que el Evangelio de Lucas no menciona la presencia de un asno ni de un buey en el nacimiento de Jesús en Belén.

La adición de los dos animales es, de hecho, una construcción a posteriori derivada de un extracto de Isaías, el profeta que había anunciado la llegada del Mesías: “El buey conoce a su amo y el asno, el pesebre de su dueño; ¡pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento!” (Is 1,3).

Aunque la presencia de un burro o asno junto al bebé Cristo se limita, por tanto, a la tradición popular, no es la única vez que vemos a este animal acompañando a Cristo.

Fue este animal el que transportó a la Virgen María a Belén antes del parto, y luego a Egipto durante la huida de la cólera de Herodes.

Ante todo —y, ahora sí, según se referencia en la Escritura— fue este animal de largas orejas el que escogió Cristo para hacer su entrada “real” en Jerusalén justo antes de su Pasión.

Por tanto, el burro, un animal asociado a Cristo, se asocial también, como es natural, con el papado, aunque su presencia es discreta y ambivalente. Esto podría explicarse por la oposición original entre las Iglesias Oriental y Occidental a partir del siglo IV.

Lo cierto es que el patriarca de Constantinopla no montaba a caballo, sino que, por humildad, seguía el ejemplo de Cristo y montaba en burro. En cambio, parecía que el papado prefería el caballo, una montura más “noble” y rápida.

Sin embargo, el simbolismo asociado al asno ha estado ligado a los Papas durante mucho tiempo, como evidencia el festival medieval de Cornomannia, una especie de carnaval que se celebraba en Roma el primer sábado después de Pascua.

En esta ocasión, en presencia de la población romana, el Papa asistía a escenas burlescas en las que un arcipreste montaba a burro, pero de espaldas.

Era una postura especialmente humillante, ya que era lo opuesto a la de Cristo, y cumplía con una función catártica típica de este tipo de evento.

Unos cuantos años después, el antipapa Gregorio VIII, arrestado por el legítimo papa Calixto II en 1121, fue forzado, a modo de humillación, a montar de espaldas en un caballo con grandes orejas.

Hasta donde sabemos, pocos Papas han montado en burro. Uno de los únicos Pontífices que lo han hecho fue Celestino V, un monje ermitaño que fue famoso también por ser el único obispo de Roma en renunciar a su puesto antes de Benedicto XVI.

La crónica de la época atestigua que, cuando entró en la ciudad de L’Aquila a unos 100 kilómetros al este de Roma, en 1294, donde iba a ser coronado, el Pontífice escogió pasar por las puertas de la capital de la región de Abruzos sobre un asno, en un gesto que imitaba la entrada de Jesús en Jerusalén.

El Renacimiento puso final al empleo simbólico del burro por los Papas, ya que el animal se asociaba cada vez más con la estupidez, como en la cultura pagana clásica que se redescubría en esta época. Hay un acontecimiento concreto que muestra esta evolución.

En 1495, el Tíber se desbordó. En el lecho del río, los atónitos romanos encontraron el cadáver de un extraño monstruo con una forma híbrida y cuya auténtica figura aún se desconoce a día de hoy. Las noticias recorrieron toda la ciudad, todo el Lacio y toda la península.

Algunos astutos impresores de la Ciudad Eterna aprovecharon la moda para vender litografías con representaciones de la bestia, dejando correr su imaginación, y tuvieron cierto éxito.

Los contemporáneos se asustaron más todavía y vieron en el aspecto de este monstruo en la ciudad de san Pedro la señal de una decadencia apocalíptica del papado.

En 1498, dos mercantes de Bohemia, Alemania, se toparon con uno de estos grabados y, de inmediato, asociaron el extraño monstruo –que tenía cabeza de burro– con la corrupción del Papa.

La imagen viajó de vuelta con ellos a Alemania y fue copiada por las imprentas, que difundieron la imagen del “Papst-Esel”, el Papa-burro, para burlarse del Trono de Pedro.

Pero la historia no termina aquí. En 1523, el mismo Martín Lutero, en asociación con Felipe Melanchthon y el grabador Lucas Cranach, recurrió a la herramienta de la propaganda y publicó un panfleto en el que hacía una exégesis de este siniestro monstruo que acechaba Roma.

La cabeza de burro, decía, es la señal de la idiotez de la curia romana; cada una de las otras partes, de otros animales –elefante, ave rapaz, buey–, las asociaba igualmente con un defecto de la Santa Sede.

Fue un golpe bajo, pero exitoso, ya que el Papa-burro se convirtió, como si de un hombre lobo o un vampiro se tratara, en un monstruo famoso en la tradición protestante.

Desde entonces, el burro o asno ha desaparecido por lo general del “zoológico” del papado. Únicamente mencionaremos, a modo de conclusión, que el papa Francisco admitió ante unos coristas en 2015 que ¡“si yo cantara, parecería un burro”!

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