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Nuestra vida se compone de promesas incumplidas. Promesas que nos hacemos a nosotros mismos, promesas que nos hacen los demás; promesas que nos ayudan a vivir, nos dan ímpetu, nos dan una meta.
Promesas a menudo olvidadas, promesas de cambio, promesas de las que nos convertimos en esclavos, como la promesa de odiar, la promesa de no volver a hablar, la promesa de no perdonar.
Y luego están las promesas diarias, la promesa de volver a encontrarnos, la promesa de orar por los necesitados, la promesa de ayudar a alguien lo antes posible.
La promesa es un compromiso que hay que cumplir, es poner al otro delante de uno mismo para tenerlo presente.
El amor es siempre una promesa: me comprometo a recordarte siempre.
Quizás por eso, y quizás en este sentido, debemos entender la forma en que Dios se presenta en la Biblia: la relación entre Dios y el pueblo, entre Dios y la humanidad, está marcada por una promesa. Dios se presenta a sí mismo como el que se compromete con nosotros.
La promesa lleva tiempo. Y los tiempos de Dios no son los nuestros. En la Biblia, así como en nuestra vida, a veces parece que Dios se ha olvidado de nosotros, sin embargo, también nosotros olvidamos la promesa que Dios nos ha hecho.
Aquí algunas promesas que Dios nos ha hecho en la Biblia:
Justo cuando nos sentimos estériles y desesperanzados, como Isabel, Dios viene de una manera extraordinaria para cumplir su palabra.
Isabel es precisamente esa humanidad incapaz de dar frutos, esa humanidad que comprende que ya no puede depender únicamente de su propia fuerza.
Es muy triste cuando esta falta de esperanza nos envuelve.
Quizás no hay nada más dramático que una fe sin esperanza, como la fe de Zacarías, quien, a pesar de estar en presencia de lo sagrado vive la religiosidad como un ritual vacío.
Zacarías dejó de creer en las promesas de Dios y perdió la esperanza. Él escucha la Palabra, pero esa Palabra ya no le dice nada a su vida.
Necesita silencio para comprender. Queda mudo para no perderse en sus palabras y poder escuchar la promesa: así Zacarías, aunque se quede mudo, será el padre de quien es la voz.
Dios siempre se presenta de manera paradójica, nunca se lo puede dar por sentado. La paradoja humana destaca aún más la presencia y la obra de Dios.
Y así como Zacarías es invitado a callar para meditar, luego será llamado para contar su experiencia de Dios.
Silencio y alabanza para custodiar y anunciar. Son las tensiones que nuestra vida está llamada a atravesar.
Hace poco celebramos el nacimiento de Juan el bautista. De hecho, la vida de Juan el Bautista será una búsqueda para aprender a permanecer en esta tensión: Juan vive en el desierto y, sin embargo, predica.
El lugar del silencio se convierte en el espacio de la palabra, el lugar del aislamiento se convierte en la ocasión de las relaciones.
A menudo le damos más paso en nuestra vida a la angustia y el lamento, nos preocupamos por lo que aún no está y no damos espacio a las posibilidades que ya existen.
Zacarías encuentra en su hijo la señal de la bendición de Dios, esa señal que quizás dejamos de buscar con demasiada facilidad.