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La (simple) clave de la santidad

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Luisa Restrepo - publicado el 22/06/21
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Se trata de vivir disponible para Dios, y en las circunstancias de nuestro día, pensar: ¿dónde me pide amar y servir Dios hoy?

Cuando entramos en nosotros mismos constatamos la desproporción entre lo que soñamos y lo que somos.

A veces ante nuestra vida nos asomamos desde un abismo y le decimos a Dios: ¿Me estás escuchando? ¿Te harás cargo de mí? ¿Soy acompañado y amado?

Dios en su Hijo se hace cargo de nosotros y nos da la certeza de que somos amados, no a pesar de esa desproporción, sino con esa desproporción.

Jesús, a nuestro lado, mira el abismo de nuestra vida y permite que podamos vislumbrar algo que su profundidad y misterio.

La clave consiste en dejarnos encontrar incompletos. Consiste en ponernos frente a Dios tal y como nos encontramos y ponernos en sus manos. No importa cuánto fallemos, Dios sigue saliendo a nuestro encuentro.

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En la parábola del Hijo Prodigo (Lucas 15, 11 ss), el hijo vuelve a casa cuando ya no puede más.

Es la experiencia de nuestra vida: volver siempre a la persona que nos ama mejor.

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Eso es la vida cristiana: que todos los días volvamos a casa, heridos, cansados, pero seguros de que hay un amor que nos espera, nos sostiene y nos regala el siguiente día.

Dios verdaderamente nos perdona y nos regala su gracia cada día si nosotros volvemos a Él. Su amor es capaz de transformarnos y de llevarnos a la vida eterna.

Él envió a su hijo al mundo a hacer una muestra de amor suprema, para suscitar en nosotros una confianza suprema.

Si queremos amar a Dios, Él nos dice que primero debemos dejarnos amar por Él. Este es el primer paso del amor: dejar hacer a Dios la obra que quiere hacer en nosotros.

No puedo permanecer ante un amor que me sigue amando y quedar indiferente. No resistirnos al amor, pues el amor de Dios siempre nos gana.

Se trata de prestar atención al amor que Dios y los demás nos ofrecen. Nunca olvidarnos de quién está a nuestro lado.

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Ser humildes. Cuando Dios quiere hacer algo profundo, nos pide que no estorbemos, pues nunca lo que Dios nos pide tiene proporción con lo que nosotros podemos, sino la proporción de lo que el amor hace en nosotros.

Dejarnos llevar por Él. No se llega sino siendo llevado. Dejarnos conducir por Él en los acontecimientos de nuestra vida.

No resistirnos a las cosas que pasan, pues estas situaciones son las que usa Dios para hacer su obra en nosotros.

Para Jesús el tiempo es transformación. No solo es tiempo que pasa. Tomarnos en serio la historia de nuestra vida y ver en ella lo que va haciendo Dios. Como materia prima mi vida es un movimiento constante.

Todo lo que soy y todo lo que puedo llegar a ser lo recibo de Dios.

Jesús, en la cruz, nos ha permitido entender que es bueno que existan las muertes, porque nos permiten abrir las manos para recibir algo mejor.

¿Qué significa el recuerdo del Dios crucificado en una sociedad oficialmente optimista que evita el sufrimiento?

Tenemos dos opciones: embarcarnos en una religión optimista y que siga negando ese dolor o poner a un Dios crucificado como el centro de nuestra fe.

Seguimos a un Cristo crucificado o si no, debemos dejar de llamarnos cristianos.

La cruz no se ama ni se puede amar; sin embargo, solo ella realiza la libertad que cambia el mundo, porque no teme a la muerte.

Porque nos muestra el sufrimiento no como una realidad que hay que eliminar, sino como una realidad que hay que abrazar voluntariamente.

No nos defendamos de estar cerca de Jesús, aunque queme un poco.

Se trata de acoger al Espíritu de Dios que vive en nosotros. Es el que mueve las piedras de nuestra cerrazón, es el que abre las puertas de nuestro corazón al amor.

Vivir disponible para Dios. A pesar de las circunstancias de nuestro día, pensar: ¿dónde me pide amar y servir Dios hoy?

Usar las cosas para ir a Dios, no creer que las cosas son Dios. Nada es malo en sí mismo, se trata que cómo usarlo para que me lleve a Dios.

El secreto de la santidad es dejarse hacer por Dios, como el barro en las manos del alfarero.

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