El 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República Española. Menos de un mes después, a partir del 11 de mayo, se organizó una quema de edificios religiosos que sería tolerada por las autoridades republicanas.
Ese fuego provocó, en la mayoría de los católicos, una desconfianza insalvable hacia el nuevo régimen.
Después de Málaga, donde ardieron 41 edificios, Madrid, fue la ciudad más afectada, con once edificios incendiados. En la capital fue, sobre todo, donde estalló este fenómeno que, por repetir otros anteriores, recibió el nombre de Quema de conventos.
Aunque las víctimas mortales no lo fueron por odio a la religión, se considera el primer paso de una persecución religiosa, que se volvería sangrienta en los asesinatos revolucionarios de octubre de 1934, y en el holocausto desatado al comienzo de la Guerra Civil.
Al proclamarse la República, los obispos españoles recordaron a los católicos su deber de acatar el nuevo régimen. Por su parte, el Gobierno provisional manifestó, por una parte, su deseo de respetar la libertad religiosa, y por otro el de disminuir la influencia de la Iglesia en la sociedad.
En todo caso, acudió al Vaticano para garantizarse la obediencia de los obispos, asegurando al nuncio Federico Tedeschini que, mientras no hubiera otra norma respetaría el Concordato de 1851.
El 24 de abril transmitía el Nuncio a los obispos la petición del cardenal secretario de Estado del Vaticano (Pacelli, futuro papa Pío XII), de exigir a los católicos "que respeten los Poderes constituidos y obedezcan a ellos para el mantenimiento del orden y para el bien común".
El 29 de abril el propio Pacelli animaba a los obispos a influir en las elecciones constituyentes de junio, poniéndoles el ejemplo de Baviera, que él había presenciado siendo nuncio, donde tras el fin de la Primera Guerra Mundial, los católicos constituyeron el grupo parlamentario más numeroso.
Aparte ciertas medidas poco relevantes aunque de corte populista, como disolver las órdenes militares, suspender la participación oficial en actos religiosos o someter los bienes eclesiásticos a tributación, el Gobierno movió ficha contra el Concordato en mayo expulsando a la Iglesia de los consejos educativos (día 5) y declarando voluntaria la asignatura de Religión (día 6).
Días antes, el 1 de mayo, el cardenal primado y arzobispo de Toledo, Pedro Segura, había publicado una carta pastoral en la que, sin hacer reproches a la República recién nacida, elogiaba al régimen anterior, afirmando que "la Monarquía en general fue respetuosa con los derechos de la Iglesia".
Frente a la airada reacción de los republicanos más radicales contra el cardenal, respondieron los arzobispos españoles, reunidos el 9 de mayo. Se quejaron "de la persecución de que es objeto por parte del Gobierno" el cardenal de Toledo, pero no se solidarizaron con el contenido de la pastoral.
El domingo 10 de mayo celebraron los monárquicos en Madrid una reunión autorizada, con el fin de organizarse como partido. Pero bien fuera por la imprudencia de los monárquicos al poner los acordes de la Marcha Real (actual Himno de España), bien por la agresividad de los republicanos, se produjeron disturbios.
Ante ellos intervino la Guardia Civil, causando dos muertos y con ello la ira de los radicales que, reunidos en el Ateneo de Madrid (que presidía el ministro de la Guerra, Manuel Azaña), decidieron hacer acopio de combustible para quemar iglesias en la madrugada siguiente.
El ministro de Gobernación (Interior), Miguel Maura, que no había tenido problemas de orden público durante el cambio de régimen (hasta el punto de que escribió: “nos regalaron el poder; nosotros no hicimos sino recoger en nuestras manos cuidadosamente, amorosamente, pacíficamente, a España”), recibió del capitán Arturo Menéndez un chivatazo y se lo tomó en serio, según publicaría en el libro Así cayó Alfonso XIII (página 333):
Maura, que ya antes de recibir el chivatazo había pedido sin éxito que la fuerza pública impidiera posibles desórdenes, pidió entonces a Azaña que fuera al Ateneo para frenar los incendios, a lo que este se negó "en redondo" tras asegurar que "son tonterías, pero si fuese verdad, sería una muestra de la Justicia Inmanente".
Acudió entonces el ministro de Gobernación al presidente del Gobierno (y futuro presidente de la República), Niceto Alcalá-Zamora, con quien compartía ideología conservadora y fe católica, pero que era igualmente reacio a usar la fuerza:
-Tranquilícese, Migué, mañana a las nueve nos reunimos en Consejo y todo se arreglará.
Según opinaba Maura, los socialistas Largo Caballero y Prieto fueron los únicos partidarios de mantener el orden, pero se sentían obligados a apoyar a un Azaña muy distinto al que, en 1932, daría orden de aplastar una sublevación anarquista en Manresa dando a los militares de plazo "quince minutos entre la llegada de las tropas al lugar de los sucesos y la extinción de estos".
Mientras tomaba asiento el Consejo de Ministros, llegó la noticia del incendio de la residencia de los Jesuitas en la Calle de la Flor. Ante la amenaza de dimitir, Alcalá-Zamora pidió calma a Maura porque aquello era "fogata de virutas. No tiene la cosa la importancia que usted le da. Son unos cuantos chiquillos que juega a la revolución y todo se calmará enseguida".
Fue entonces, siempre según Maura, cuando al vaticinar este que si no le dejaban sacar la fuerza pública arderían todos los conventos de Madrid, espetó Azaña:
-Eso no. Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano.
Incluso después de los incendios, el Gobierno se opuso a detener a sus autores, si bien Largo Caballero, en nombre de los socialistas, criticó esa actitud y se abstuvo para no asumir la responsabilidad de una represión.
Para sorpresa de Maura, después de que Marcelino Domingo (hijo de un guardia civil, había pasado por la CNT y Esquerra Republicana antes de fundar el Partido Republicano Radical) hablara de ir a negociar con los incendiarios, se presentó en la sala el mismísimo Pablo Rada, a quien Marcelino Domingo saludó efusivamente con un: "¡amigo Rada!".
A pesar de esa cordialidad, en la tarde del 11 el Gobierno declaró el estado de guerra en Madrid y al día siguiente cesó allí la quema. Pero, mientras tanto, se extendió a varias localidades andaluzas y de Levante. El balance de daños en la capital fue:
-Jesuitas de la Calle la Flor: Se quemó la segunda mayor biblioteca de España, con 80.000 volúmenes, incluyendo incunables y primeras ediciones de obras de Lope de Vega, Quevedo, Calderón de la Barca o Saavedra Fajardo.
-ICAI calle Alberto Aguilera, centro de Artes y Oficios de Areneros (ambos de los jesuitas).
-Iglesia de Santa Teresa y San José (Plaza de España).
-Colegio del Sagrado Corazón (Chamartín).
-Colegio Nuestra Señora de las Maravillas (Cuatro Caminos).
-Convento de las Mercedarias Calzadas de San Fernando (se desenterraron y pasearon cadáveres de monjas y luego se echaron al fuego).
-Colegio de María Auxiliadora (salesianas).
-Convento de las Bernardas (Vallecas).
En Málaga, fue también la actitud pasiva, cuando no complaciente, del gobernador militar, general Juan García Gómez-Caminero, la que propició que se imitara lo sucedido en Madrid. Con aún mayor alcance, ya que ardieron 41 edificios a partir de la madrugada del 12 de mayo.
Caminero retiró a la Guardia Civil y envió a Azaña un telegrama en línea con las inquietudes del ministro de la Guerra:
- Ha comenzado el incendio de iglesias. Mañana continuará.
Entre las obras de arte desaparecidas en esos incendios destaca el Cristo de la Buena Muerte de Mena, quemado en la mañana del 12 de mayo en la iglesia de Santo Domingo (no suele ser conocido que el que pasean los legionarios es solo una copia).
De esa serie de profanaciones cabe destacar la de la Iglesia de La Merced, que fue completamente destruida, y las cometidas en la Iglesia de San Pablo, donde los incendiarios profanaron las tumbas y pasearon por las calles la cabeza del cadáver de un sacerdote clavada en una estaca.
En Sevilla, si bien el 11 de mayo quemaron un colegio de Jesuitas, una iglesia, una capilla y tres residencias de religiosos, la Guardia Civil impidió la quema de otras tres iglesias. Y el día 12 se declaró allí el estado de guerra, aunque aún se incendiaron iglesias en Lora del Río (tres), Coria del Río (otras tres) y se expulsó a religiosas en Alcalá de Guadaira y Carmona.
En Granada intervinieron los bomberos, y el general Manuel González Carrasco, veterano de África, decretó el estado de guerra el día 12. Aún así, quemaron el diario La Gaceta del Sur, los Luises, la residencia de los Redentoristas, la Iglesias de los Hospitalicos, el Convento de religiosas de Santiago y el de los Capuchinos.
En la misma provincia, se produjeron incendios en el convento de Santa Clara de Loja y la residencia de Jesuitas en Santa Fe. Fue precisamente tras montar un control en Atarfe para detener a los causantes de ese incendio, cuando se tiroteó un coche que no se detuvo, matando a sus ocupantes, una familia que nada tenía que ver con los disturbios.
En Cádiz capital quemaron cuatro conventos, en Jerez hubo dos asaltos, pero la mayor violencia se cometió en Algeciras, donde ardieron la iglesia y las cuatro capillas existentes. En Córdoba quemaron el convento de San Cayetano.
En Murcia quemaron la Iglesia de la Purísima (y la talla de Salzillo), además de un quiosco del diario La Verdad, y se intentó la quema de dos conventos.
Alicante fue el único lugar donde ardió el palacio episcopal. No ardió el monasterio de la Santa Faz gracias a la intervención del alcalde, Lorenzo Carbonell, del mismo Partido Republicano Radical de Marcelino Domingo, que tan efusivamente saludó a Pablo Rada. En cambio, sí quemaron cinco colegios, dos iglesias y seis conventos, entre ellos el de la Preciosísima Sangre de Cristo.
En Valencia, quemaron un colegio (La Presentación) y dos conventos, resultando asaltados otros dos y el seminario.
La quema impune de más de un centenar de edificios religiosos y obras de incalculable valor dio la sensación de que la Iglesia “había recibido lo que se merecía”, como decía la pintada que se hizo en la fachada de la residencia de Jesuitas de la Calle la Flor: "Por ladrones".
La prensa se hizo eco a fin de mes de la detención en Madrid de "algunos de los individuos que tomaron parte en la quema de conventos y que se llevaron distintos objetos de valor" (El Orzán, 27 de mayo, página 4). Pero no parece constar que nadie fuera procesado ni castigado de ningún modo.
Quien sí salió de España el mismo día 12 fue el cardenal Segura, quien aunque regresó fue luego expulsado y tendría que dimitir.
Los gobernantes que habían hecho oídos sordos a las advertencias no solo no asumieron ninguna responsabilidad, sino que hicieron broma del asunto, al repetir en la prensa de la época la afirmación que el 11 de mayo hizo el ministro de Gobernación (Maura) el apoyo de republicanos y socialista a las fuerzas del orden en Zaragoza, que hizo innecesario declarar allí el estado de guerra:
El tono de las declaraciones de Azaña era directamente ridículo, y así el 13 de mayo, mientras declaraba que "en Málaga habían sido quemados muchos conventos y que ahora reinaba la tranquilidad" (¿como efecto de la quema?), añadiendo "que se ha averiguado que la quema de los conventos la dirigía un individuo que ocupaba un carruaje" (que en algunos periódicos, como La Voz de Menorca del día 15, se convertía en "un señor elegante").
Si para los incendiarios los crímenes no tuvieron consecuencias, sí las tuvieron para las víctimas y para la Iglesia en general, ya que cuajó entre los partidarios de la República el convencimiento de que era su enemiga, y entre los católicos la viceversa.
El 18 de mayo declaraba ante "el juez que instruye el sumario por la quema de conventos", el actor Manrique Gil, quien aseguró haber presenciado la quema de la "Iglesia de los Jesuitas":
Mientras se daba publicidad a esas mentiras, tenía que huir de España el obispo de Málaga, quien el día de la quema se refugió en Gibraltar y el 18 de mayo embarcaba hacia Italia.
Ese mismo día era expulsado Mateo Múgica, obispo de Vitoria y por tanto de todo el País Vasco, por haber seguido las instrucciones del Vaticano de tratar de influir en sentido católico en las elecciones: el mismo periódico que publicaba los fake news del actor Manrique Gil justificaría la expulsión de Múgica por su "persistente campaña monárquica".
Aprovechando el estado de guerra, el gobierno mantuvo la prohibición de editar lo mismo periódicos monárquicos como el ABC que católicos como El Debate. Faltos de medios de propaganda, los católicos resultaron también irrelevantes políticamente.
De 468 diputados elegidos en las Cortes Constituyentes, los católicos no pasaban de 60. Los más fuertes eran los 26 agrarios —entre los que se contaban solo cinco de Acción Nacional (la futura Acción Popular, núcleo de la CEDA— y 14 vasconavarros.
Para los gobernantes de la época, permitir que el terror enmudeciera a los católicos era cómodo, para excluirlos de la política. Pero esa pasividad complaciente se volvería contra ellos por dos cauces: uno inmediato, ya que los violentos no se conformarían con atacar a los pacíficos católicos, y el desorden público se convertiría en uno de los mayores problemas de la República.
Pero, sobre todo, los propios católicos agraviados se convertirían en una piedra que el estómago de la República no sería capaz de tragar. Los obispos y sacerdotes callaron y pacificaron. Pero el pueblo no olvidó ni perdonó, y los católicos jamás recuperaron la confianza en una República a la que ellos no habían agredido.
Y eso que aún faltaban por llegar muchas más injusticias, y entre ellas la de negar, tras las elecciones de noviembre de 1933, el derecho a gobernar al partido ganador, la CEDA, organizada básicamente en torno a un electorado católico.
El jefe de la CEDA, Gil Robles, se proclamó republicano. Muchos años después, el obispo de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo Garay, uno de los que mientras existió la República se mantuvo en actitud conciliadora y apaciguadora, afirmará que ya entonces ese intento de reconciliación era vano.
Así recordaba Laureano López Rodó en las Memorias que publicó en 1990 la opinión expresada por el obispo al director del diario El Debate:
El propio Azaña reconoció que su anticlericalismo se había vuelto contra él y que fue la causa de su fracaso.
Si lo que nos preguntamos es por las raíces de ese odio a la Iglesia católica, quizá quien mejor lo haya explicado sea Stanley G. Payne -si bien se refería ya a la culminación de ese anticlericalismo en la persecución sangrienta-, quien me decía en una entrevista:
Santiago Mata. Doctor en Historia. Autor de Holocausto católico. Los mártires de la Guerra Civil (Esfera de los Libros, 2013).