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Conocí a David en 1997, en la asignatura de Sociología, que se impartía en segundo curso de la carrera de Periodismo.
En seguida se hizo notar: interesado, apasionado, inconformista, discutidor, con inquietudes profundas. Era el típico alumno que va a por todas: participó en un seminario dedicado a la lectura de un clásico de la Sociología, realizó un trabajo voluntario…
Estaba claro que la asignatura le interesaba mucho, porque le apasionaba saber sobre el hombre y la sociedad. Declaró en alguna ocasión que estudió Periodismo porque era la carrera que incluía las diversas materias que le atraían -filosofía, política, sociología, derecho, teología- y porque, además, le gustaba escribir.
David era el alumno ideal, que obligaba al profesor a estar siempre alerta, a no bajar la guardia y a esforzarse para argumentar de modo convincente. No sorprende que nos hiciéramos amigos: compartíamos afanes e inquietudes.
Resulta fácil encontrarse con alumnos idealistas y apasionados -los sigue habiendo, a pesar del botellón y de la adicción a las pantallas-; menos frecuente es que esos alumnos, una vez que ingresan en el mundo del trabajo, mantengan el fervor de la juventud.
No así David: hubo continuidad en su trayectoria vital y profesional, una fidelidad inconmovible a los ideales primeros y al ethos del mejor periodismo. Su primer trabajo, una vez licenciado, lo llevó a una ciudad del interior de Argentina.
El periódico local no contaba con grandes medios, pero eso no le impidió realizar un notable trabajo de investigación para destapar tramas de corrupción. Se hizo “molesto” para más de uno, y cuando la policía encontró los planos de su apartamento en manos de unos delincuentes, se le aconsejó que saliera del país: parece que esos poderosos habían ordenado su secuestro o incluso algo más que eso.
Repetía una y otra vez los cinco “saberes” en los que se apoyaba el buen periodismo: saber ver, saber escuchar, saber pensar, saber expresar y saber (algo) de la condición humana. Esa pasión por saber lo llevó a investigar ambientes extremos.
No le movía un amarillismo demagógico: buscaba desentrañar el misterio de la condición humana. Es verdad que frecuentó escenarios peligrosos, pero era siempre muy prudente -entre otras cosas, porque había personas a su cargo, de las que se sentía responsable-. Sabíamos todos -él y nosotros- que afrontaba riesgos, pero aun así nos ha sorprendido su trágica muerte.
Era un hombre bueno, que mantuvo la integridad hasta el final. Pienso que ahora estará muy cerca de Dios. La teología dice que la vida eterna consiste en el conocimiento -gozoso- de la esencia divina. En esa contemplación David habrá encontrado respuesta a los interrogantes que le apasionaron en vida. Ya no sentirá la necesidad de viajar y de investigar más, ahora todo es claridad y paz.
Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra