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Cierta noche, hace ya bastantes años, decidimos dar una vuelta en el auto, con
toda la familia. Estaba abajo, esperando, con mi hijo pequeño Claudio Guillermo.
De pronto, enfrente de la calle, vi salir de las sombras de un árbol muy coposo a
un hombre encorvado, barbudo y muy sucio, vestido con harapos.
Cargaba una pesada bolsa sobre su espalda. Desde aquel lugar me miró y empezó a caminar hacia donde yo me encontraba con mi hijo.
Lo primero que pensé fueron las palabras que le diría para que no me molestara y
siguiera su camino.
Un minuto después, en aquella noche especial en que la luna iluminaba la calle, el
hombre se detuvo unos segundos frente a mí, pero no me pidió nada.
Solo me miró a los ojos y sonrió con una dulce sonrisa, como aquellas que das ilusionado
cuando te encuentras con una persona muy amada.
Aquello me desconcertó y no tuve oportunidad de descargar sobre él las palabras
hirientes que había preparado.
Su mirada era pura, resplandeciente, me traspasaba el alma.
“Tienes una hermosa familia”, me dijo dulcemente. “Que Dios te la bendiga, los
cuide y les proteja”, concluyó. Y siguió su camino con la mirada en el suelo.
¿Quién era este pobre vestido en esos harapos? ¿Cómo podía tener tanta fuerza
en sus palabras? ¿Por qué me estremecieron?
Mi hijo pequeño me jaló la camina, me hizo volver en mí, me miró y exclamó:
“Papá, ¡debes darle algo!”, me dijo.
“Tienes razón”, le respondí avergonzado.
Levanté la mirada y el hombre en ese segundo había desaparecido. Ya no estaba.
Subimos al auto y salimos a buscarlo. Estuvimos dando vueltas por las cuadras
cercanas y no lo hallamos.
Recordé en ese momento las palabras de san Alberto Hurtado, aquel santo
chileno, sacerdote jesuita, que escribió:
“Lo que hagan al menor de los pequeños, a Mí lo hacen”, ha dicho Jesús.
El prójimo -el pobre, en especial- es Cristo en persona.
Lo que hagan al menor de mis pequeños a Mí lo hacen. El pobre suplementero, el lustrabotas… la mujercita de tuberculosis, piojosa, es Cristo. El borracho… no nos escandalicemos: es Cristo.
Insultarlo. Burlarse de él. Despreciarlo es despreciar a Cristo.
Esa noche reflexioné sobre sus palabras “EL POBRE ES CRISTO” y me prometí nunca
negar nada a quien me lo pidiera.
Tiempo después ocurrió de nuevo. Un hombre muy pobre me abordó y me
suplicó: “No he comido en tres días. ¿Tendrá algo que darme?”.
Recordé mi promesa. Levante la mirada y ya no veía frente a mí, a un pobre, mal
vestido, que despedía malos olores. Tenía a Cristo que sufría.
Le pedí que me esperara un momento, que no demoraría.
Subí a la casa y le preparé el mejor emparedado que pude, grande, sustanciosos,
con bastante lechuga, tomate, jamón, queso. Y lo acompañe con un vaso grande,
rebosante de leche fresca.
Cuando bajé, me esperaba silencioso. Tomó el enorme emparedado y lo mordió,
empezó comerlo y de pronto se detuvo. Rompió a llorar mirándome desesperado, con grandes gemidos.
“TENíA HAMBRE”, exclamaba en medio de un llanto desgarrador. “TENÍA
HAMBRE”.
Y yo pensaba:
¿QUÉ LE HACEMOS A CRISTO? ¿QUÉ TE HACEMOS, SEÑOR?
Hermano, hoy Dios te pide misericordia, empatía amor y que nunca lo olvides: el
pobre, el necesitado, el enfermo, el abandonado, el solitario, es CRISTO que
espera por ti.
¡Dios te bendiga!