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Sucedió en algún momento entre el 2019 y el 2020. Recuerdo que solía ir a la capilla de adoración al Santísimo bastante a menudo, ya que podía.
Me gustaba quedarme ante la custodia ensimismada mirando a nuestro salvador.
Siempre me infundía una gran paz a la que no quería renunciar. Quizás iba más por lo que recibía que por ningún otro motivo. Aunque amaba mucho a Cristo. Estaba enamorada de Él.
Aquel día, sin embargo, fue distinto.
En un momento determinado pensé que Cristo, como Dios que era, como alfa y omega, como principio y fin, debía de conocer el futuro mientras estaba en la cruz. O también en Getsemaní.
Me di cuenta de que Él, que trascendía el tiempo, debía estar viendo desde la cruz cómo yo le miraba en el silencio de aquella capilla donde lo adoraba.
Y sentí que mi presencia ahí le consolaba en su Getsemaní y en su cruz. Que mi presencia ahí -que revelaba mi conversión- era lo que daba sentido a todo ese sufrimiento de su cruz.
Se mezclaban en mí los sentimientos, el peso de mi miseria y la admiración y la alabanza por su entrega humilde y abnegada.
Pude decir efusivamente:
Los siguientes días ya no iba por la paz que me infundía la presencia divina, sino para consolar a mi Dios amado de su dolor de cruz presentándome ante Él como fruto de sus lágrimas que se fundían con las mías trascendiendo el tiempo.
Por un momento su presente eterno se expresaba en un solo lloro de dolor y arrepentimiento pero también de gozo y de agradecimiento.
Ahora miraba a la Eucaristía y veía la cruz. Todo había cambiado.