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La muerte de una niña y la vacuna contra la indiferencia

RED CROSS
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Jorge Martínez Lucena - publicado el 26/03/21
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Además del Coronavirus y las vacunas.. otras muchas cosas suceden en el mundo. Las noticias que no queremos mirar... porque duelen

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Mientras nuestros telediarios nos hipnotizan con el sube y baja de la curva de la pandemia; mientras esperamos a ser vacunados con el cuentagotas de la producción y distribución mundial de las farmacéuticas homologadas y no tanto: Pfizer, Moderna, AstraZeneca, Johnson&Johnson, Suptnik V, Sinopharm, etc.; mientras leemos que la vacuna española tardará todavía un año y será de una sola toma inhalada; mientras vemos el enfrentamiento entre políticos, tour-operadores, hoteleros y demás por abrir más la circulación de pasajeros que rieguen de euros las agrietadas llanuras del turismo durante la Semana Santa; mientras la orquesta de la COVID_19 sigue tocando a Réquiem en todos los medios; mientras todo esto sucede, en ocasiones sufrimos la sorpresa de enterarnos de alguna que otra noticia que igualmente hiere al mundo.

Nuestra vida ha cambiado mucho con este coronavirus: ha subido la ansiedad, la depresión, el suicidio, el desempleo, la soledad, el teletrabajo, etc. Sin embargo, en algunos lugares siguen sucediendo las mismas injusticias y malestares de siempre.

La ruta de cayucos desde Senegal hacia Canarias no solo no ha cesado, sino que se ha incrementado hace ya meses. A través de ella algunos africanos consiguen llegar a territorio español, para dejar atrás la sequía, el hambre, la guerra, la persecución política, la incapacidad de ganarse ya la vida con la agricultura o con la pesca muchas veces explotada desde y para países más ricos, colonizados por los países del Norte, que extraen del rico continente africano el petróleo, el coltán, el oro, los diamantes y el cobalto a través de sus impersonales multinacionales.

Muchos de estos atrevidos y atrevidas Ulises nunca volverán a casa. porque se resisten ni el camino ni a sus mafias. El mediterráneo ha sido ya apodado el Mare Mortum, por la cantidad de personas que han desaparecido en sus aguas intentando ganar las costas italianas, españolas o griegas en los últimos años.

El fondo de nuestros mares guarda secretos nefastos, atesora verdaderas necrópolis submarinas y siguen tragándose cuerpos que nunca serán recuperados. Al son de los leves maretazos mediterráneos se escuchan multitud de relatos truculentos sobre vidas que no cuentan, y ponen en evidencia la peor de las pandemias humanas, la de la indiferencia, como no se cansa de señalar el Papa.

Fueron muchos los que entraron desde Siria, huyendo de la guerra, del Daesh y demás pandillas gubernamentales y extra-gubernamentales, armadas con ingenios de la técnica del primer mundo, como no nos cansamos de ver en nuestras películas. Muchos llegaron a Grecia a través de las rutas turcas.

Su emblema mediático fue Aylan Kurdi, aquel niño de camiseta roja y pantalones cortos azules, cuyo fragilísimo cadáver quedó depositado en la playa, boca abajo, después de uno de esos naufragios que se suceden en el Mediterráneo.

Aquello nos recordó a La lista de Schindler, en aquella escena en la que vemos una montaña de cadáveres sacrificados en las cámaras de gas. Y entre toda aquella muerte meramente documental en blanco y negro, veíamos a una niña con abrigo rojo, con la que Spielberg nos llamaba la atención y venía a decir que todas aquellas vidas anónimas que habían sido arrancadas de la existencia tenían una historia especial: habían sido amados y habían dado muchos talentos al mundo.

Corríamos el riesgo de convertirlos en meras cifras, como les hacían creer a ellos tatuándoselas en la piel a los que ingresaban en el Lager.

Esta pasada semana hemos tenido otra estampa horrible de una niña ahogada, que, de nuevo, nos recuerda las insistencias de Francisco desde su cátedra. Una niña –o quizás sería mejor decir bebé- de 2 años, proveniente de Mali, fue arrojada -por uno de los múltiples naufragios que habitualmente se producen en las peligrosísima ruta atlántica- a la playa canaria de Las canteras. Estaba en parada cardio-respiratoria.

Los sanitarios la reanimaron. Aunque días después ha muerto en el hospital. Los periodistas intentamos personalizarla llamándola Nabody, pero acabó llamándose de otro modo y muriendo en el anonimato del mundo, que con ella ha perdido una nueva y bella historia que contar.

Casi suman 30 ya los muertos recuperados en lo que va de año en esa zona. En 2020 fueron 1.850 personas muertas las que se contaron de cuerpo presente en ruta atlántica a las Canarias. Sin embargo, a esto habría que sumar toda una muchedumbre invisible que se sume cada año en la inmensidad de los silencios del océano.

Pero aquí escribimos para señalar a la niña del abrigo rojo, ese goteo de la muerte visible que sigue produciéndose, día tras día. Tales gotas funestas son el indeleble mensaje que las periferias hacen llegar a las orillas de nuestra supuesta civilización: cuerpos hambrientos, explotados, abusados, agotados, inocentes, anónimos y sin vida, como es el caso del de esta esta niña.

Nosotros seguimos esperando la vacuna, la vuelta a la normalidad. Creemos que todo se va a solucionar desde la ciencia del hombre blanco. Sin embargo, por poco que uno indaga, las enfermedades zoonóticas, como la COVID_19, tienen un origen muy similar al de esos muros nacionalistas y multiformes que se construyen tanto en América como en Europa contra esas vidas rotas que llegan del Sur.

Las selvas vírgenes -las asiáticas, las amazónicas y las africanas-, albergan millares de virus, mucho más antiguos que los humanos, y que nunca hasta ahora habían tenido necesidad de multiplicarse dentro de nosotros, porque sobrevivían sin problemas en otras especies, a las que cercamos, depredamos o extinguimos, invadiendo su hábitat. Entonces los virus saltan a otros animales, pero actúan en defensa propia.

La metástasis de las explotaciones del mundo sin fronteras de la globalización neoliberal, es al unísono el responsable de dos migraciones: las de ciertos virus, de determinados animales hacia los humanos –algo que sucedió con el VIH, que ya ha matado a más de 30 millones de personas en el mundo-; y las migraciones humanas de origen climático, económico y político, por las prácticas extractivas sistemáticas del Norte en el Sur, que obligan a los habitantes de muchas zonas del mundo a hacer el petate para sobrevivir, ellos y sus familias.

Por todo eso, quizás, no nos basta con las vacunas contra esta dichosa pandemia provocada por el SARS-CoV-2, sino también una vacuna –y ésta no nos la va a dar la ciencia sin tener que cambiar nosotros- contra lo que el Papa llama la cultura del descarte y la plaga de la indiferencia. No se trata de partir de una nueva ideología, sino de los hechos, de este bebe de dos años cuya muerte clama al cielo.

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