Es una historia que te he contado repetidas veces, pero nunca me canso de hacerlo. Éramos tres hermanos que cada año, para el verano viajábamos con mi mamá a Costa Rica.
Nos hospedábamos en la casona de madera de la abuela, le decíamos “Mamita”, de cariño. Vivían también allí mi tía Marta, su esposo y sus 8 hijos, nuestros primos hermanos. La casa era tan grande que cabíamos y sobraba espacio.
Por las tardes, mi abuela se sentaba en la cama del cuarto para rezar el rosario. Yo era un niño y correteaba a su alrededor. Ver la paz que le daba rezar cada tarde a las 4:00 p.m. antes de bajar a tomar su café con panecillos recién horneados de la panadería La Espiga de Oro, permeó mi alma infantil.
De grande he logrado comprender a mi abuelita. Si eres como yo, que pasaba largas temporadas en su casa, de niño, sabrás comprender mi entusiasmo cuando la menciono.
A la vuelta, a pocas cuadras, quedaba una Iglesia a la que asistíamos los domingos por la mañana, “La Dolorosa”, en san José. Recuerdo aún las misas, el olor a incienso, los mosaicos del suelo, los grandes portones de madera tachonados con enormes clavos de bronce tallados.
De ayer a hoy
De grande rezo el rosario y me da mucha paz y me consuela en mis aflicciones. Todo ocurrió de esta forma:
Atravesaba una seria dificultad y por más que me esforzaba, no lograba encontrar un remedio ni una salida. Parecía que empeoraba con las horas.
Por algún motivo recordé a mi abuelita rezando el rosario en su cuarto, y su semblante de paz. Busqué el rosario que un amigo seminarista franciscano me había obsequiado, salí al patio interior de la casa, me senté en un banco y empecé a rezarlo.
Me costó un poco al inicio, pero a medida que rezaba una paz sobrenatural, desconocida, empezaba a inundar mi alma. Me tomó de sorpresa. Cuando terminé de rezar, más sereno, pude analizar el problema y encontrar una solución.
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