David oró con humildad y penitencia, diciendo al Señor que era él el culpable, y que por tanto le castigase a él y no al pueblo. El Señor escuchó su oración, y detuvo la plagaEstamos presenciando una epidemia que, cuando se escriben estas líneas, se ha cobrado más de dos millones de muertos en todo el mundo. Y a corto plazo no parece que vaya a acabar.
Cuando suceden este tipo de calamidades (esta no es, desde luego, la primera, ni la más mortífera: la llamada “gripe española” de hace un siglo, causó entre 20 y 40 millones de muertos, y justo cuando acababa la Primera Guerra Mundial), surgen todo tipo de opiniones en relación con Dios y la religión.
Desde quienes se preguntan cómo puede un Dios misericordioso permitir esto, hasta quienes aseguran que nos lo teníamos merecido por haber abandonado a Dios.
Y surgen también preguntas: ¿estaba anunciado en la Biblia? ¿Qué dice la Biblia sobre las plagas? ¿Hay algún paralelismo entre la situación actual y algún pasaje bíblico?
E incluso hay quien, sobre todo cuando a la epidemia se agrega alguna otra catástrofe, se pregunta si estamos ante los signos del fin del mundo.
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La doctrina no responde
Aquí vamos a intentar dar una respuesta, sobre todo en lo concerniente a la Biblia. Pero antes conviene hacer una aclaración. Esto es una valoración personal, no la doctrina de la Iglesia, que como tal no existe fuera de la constatación de lo que aparece en los libros sagrados.
No es el juicio “oficial” de la Iglesia, que en caso de existir –no sucede aquí- tendría que estar declarado por el Papa, no por cualquier autor.
Ni siquiera es un juicio categórico sobre cuál es la voluntad de Dios sobre este asunto, porque eso solo lo sabe Dios (y a quien Dios quiera revelarlo, que hoy por hoy no existe o al menos no conozco).
Y menos todavía sobre la posible proximidad del fin del mundo, algo que Jesucristo no quiso revelar, y que por otra parte no parece inminente porque no se han cumplido todavía algunos precedentes anunciados (salvo para los testigos de Jehová, que aprovechan cualquier catástrofe que surja para ver en ello la inminencia del fin del mundo).
Las 10 plagas de Egipto y otras del Antiguo Testamento
Se mencionan plagas (para aclararnos, utilizo “plaga” según el segundo significado que le otorga el diccionario de la Real Academia: “calamidad grande que aflige a un pueblo”), tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento.
Hay una gran diferencia entre los dos: en el Nuevo se anuncian, mientras que en el Antiguo se anuncian y se cumplen.
Las más conocidas son las llamadas diez plagas de Egipto, que se encuentran en los capítulos 7 a 12 del Éxodo, porque son nada menos que diez, y seguidas.
Con ellas, como es patente en el texto, Dios quería forzar al Faraón –que no atendía a razones, ni siquiera a prodigios que hizo Moisés- a que dejara al pueblo de Israel libre de la esclavitud a que lo sometía.
Pero no son las únicas plagas.
El pueblo elegido las sufrió también cuando se apartaba de Dios, y constituían una advertencia para que volvieran a Él. Venían precedidas por el anuncio de algún profeta, de forma que si le hubieran hecho caso se hubiera evitado la plaga.
¿En qué consistían? Había de todo: desde la plaga de serpientes venenosas en el desierto de Sinaí (Números 21, 4-9), hasta periodos de hambruna, o la plaga de la langosta. Solían tener el efecto deseado: el pueblo dejaba los ídolos y las inmoralidades y volvía a Dios.
Las plagas en los Evangelios
En el Nuevo Testamento, la mención de las plagas se concentra en dos lugares. Uno es el llamado “discurso escatológico” del Señor, donde, poco antes de la Pasión, anuncia el futuro destino de Jerusalén y las circunstancia del fin del mundo. Aluden a él san Mateo, san Marcos y san Lucas. Escogemos al respecto dos versículos de san Lucas:
“Entonces les decía: Se alzará pueblo contra pueblo, y reino contra reino; habrá grandes terremotos y hambre y peste en diversos lugares; habrá cosas aterradoras y grandes señales en el cielo”.
Son demasiadas cosas juntas como para concluir que hemos llegado a ese momento.
El otro lugar es el libro del Apocalipsis (o “Revelación”). Está lleno de referencias a plagas: las encontramos en los capítulos 6, 8, 9, 16 y 18 (y alguna referencia aislada más). ¿Qué significan?
Se trata de un lenguaje simbólico, que, por ejemplo, en alguna ocasión evoca las antiguas plagas de Egipto. Pero se pueden sacar enseñanzas.
En parte, se vuelven a anunciar las circunstancias del fin del mundo. Pero también se puede concluir que no faltarán plagas a lo largo de la historia humana, que desde el designio divino constituyen llamadas a la conversión.
Dios esperaba la oración de Moisés (y la tuya)
Entre todo esto, y teniendo en cuenta la situación actual, puede venir bien citar dos episodios del Antiguo Testamento.
El primero se refiere a una plaga que no llegó a ocurrir, relatada en el libro de los Números. La ira del Señor se enciende contra su pueblo, y habla así a Moisés:
“¿Hasta cuándo me injuriará este pueblo, y hasta cuándo no creerán en Mí a pesar de todos los signos que he obrado entre ellos? Los castigaré con la peste y los rechazaré, y te daré una nación más grande y fuerte que ellos” (14, 11-12).
Lo que sigue es la hermosa y larga oración de Moisés en defensa de su pueblo, que consigue el perdón de Dios, aunque no sin un castigo: serán sus descendientes los que vean y ocupen la tierra prometida, no ellos.
En realidad, es esa oración de Moisés lo que Dios esperaba. Como también, ahora, espera la nuestra.
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El rey David: ¿Quién tiene la culpa?
El segundo se relata por duplicado, tanto en el capítulo 24 del segundo libro de Samuel, como en el capítulo 21 del primer libro de las Crónicas.
Al rey David se le ocurre hacer un censo de población, y se lo encarga a Joab, jefe del ejército. Este protesta la decisión, incluyendo una frase que nos puede resultar extraña:
“¿Para qué cargar esta culpa sobre Israel?” (I Cro 21, 3).
A pesar de ello, el censo se realiza. Y entonces entró en escena un profeta, Gad, que acudió a David de parte de Dios. Reproducimos aquí todo el pasaje bíblico:
“A Dios le pareció mal todo esto y decidió castigar a Israel. David dijo entonces a Dios: «He pecado mucho por haber hecho esto; pero ahora te ruego que perdones la iniquidad de tu siervo, porque he obrado con gran necedad». Y dijo el Señor a Gad, el vidente de David: «Esto ha dicho el Señor: tres castigos te propongo; elige uno y lo ejecutaré». Se presentó, pues, Gad ante David y le dijo: «Así dice el Señor: Escoge entre tres años de hambre, tres meses de huida, perseguido siempre por la espada de tus enemigos, o tres días de espada del Señor y de peste sobre el país: el ángel del Señor extenderá el exterminio por todo el territorio de Israel. Ahora reflexiona y decide qué debo responder al que me ha enviado». David dijo a Gad: «Estoy en un grave aprieto. Pero es mejor caer en las manos del Señor, cuya entrañable misericordia es grande, que caer en manos de los hombres». El Señor envió la peste sobre Israel y murieron setenta mil hombres” (I Cro 21, 7-14).
David oró con humildad y penitencia, diciendo al Señor que era él el culpable, y que por tanto le castigase a él y no al pueblo. El Señor escuchó su oración, y detuvo la plaga antes del plazo señalado, cuando estaba a punto de arrasar Jerusalén.
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Una lección: ¿Dónde pones tu confianza?
Hay algunas cosas de este pasaje que pueden no entenderse. Sobre todo una: ¿qué tiene de malo hacer un censo? La respuesta es que en sí mismo, nada; pero en este caso el mal no está en el hecho en sí, sino en lo que este supone.
El censo tenía una finalidad militar: saber con cuántos guerreros podía contar el reino. Pero ni Israel ni su rey habían llegado a donde estaban por sus propias fuerzas, sino por la protección y la ayuda de Dios. Y eso es lo que, satisfecho de su poder, olvida David.
Joab era consciente de ello, y por eso objeta. David fue testarudo, pero se dio cuenta al momento cuando se lo recordó el profeta, y rectificó enseguida.
Este episodio puede enseñarnos algo hoy en día, cuando vivimos –al menos en Occidente- en una sociedad satisfecha de sí misma y confiada en que la ciencia y la tecnología pueden resolver cualquier problema que se presente.
En realidad, los dos ejemplos expuestos apuntan a lo mismo: la confianza en Dios.
El primero nos enseña el poder de la oración, cuando de verdad es confiada, perseverante y unida al deseo de cumplir la voluntad de Dios. El segundo se refiere más explícitamente a esa confianza.
No se trata de renegar de la ciencia o la tecnología, como tampoco Dios pedía al antiguo Israel que dejara de tener un ejército. Se trata más bien en que no debemos escudarnos en ella para dar la espalda a Dios, como si ya no le necesitáramos ni a Él ni a su providencia.
Como me decía una persona amiga hace unos meses: “Antes, cuando decías que estamos en las manos de Dios, yo no lo entendía; ahora sí”. Nada queda fuera de su providencia, y a mi juicio con lo que está sucediendo Dios quiere recordárnoslo.
La perspectiva de la eternidad
En la mencionada oración de Moisés pedía a Dios el perdón, y decía:
“Perdona, te lo ruego, la culpa de este pueblo como corresponde a tu gran piedad” (Num 14, 19).
Pero en el episodio de David, a primera vista, no parece mostrar tanta misericordia. Y esto requiere una explicación.
Pienso que la misericordia divina no puede entenderse sin la perspectiva de eternidad.
Sí, en esta vida hay plagas, catástrofes y todo tipo de sufrimientos. Y, para alguien que solo mira a esta vida, la misericordia divina tiene difícil cabida en ella. Al final, está la catástrofe final, para todos: la muerte.
Como decía un científico a propósito de la actual pandemia, “a veces olvidamos que el índice de mortalidad de la especie humana es del cien por cien”.
Hay quien sostiene que la ciencia está cerca de descubrir la clave de la inmortalidad, pero no es cierto. Más tarde o más temprano, todos nos iremos de aquí.
Pero hay algo que Dios sabe muy bien, y quiere que también nosotros sepamos. Y es que la catástrofe, el dolor definitivo e irremisible es el rechazo final de Dios para caer en el infierno.
Todo lo de esta vida, por dolorosa que sea, comparado con ese trágico final es poca cosa. Por eso, el objetivo primario de la misericordia divina es ayudarnos a evitarlo -por los medios más oportunos en cada caso, que solo su providencia conoce en su totalidad- y llevarnos a donde ya no habrá más catástrofes ni sufrimientos.
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