María Blanchard fue una de las más grandes pintoras del cubismo del siglo XX, pero además una mujer religiosa, caritativa y muy poco conocida
La bailarina Olga Koklova entró en el destartalado estudio de María Blanchard, en la calle Rue Boulard de París, en los primeros meses de 1932 para interesarse por su quebrantado estado de salud. Había acudido por encargo de su todavía marido, Pablo Picasso, que enviaba a la pintora española un regalo personal: una pequeña cerámica suya con forma de paloma. Fue una de las últimas muestras del afecto que el genio de la pintura moderna profesaba hacia Blanchard, una figura crucial en la gestación del movimiento cubista, pero que hoy es todavía excesivamente desconocida, e incluso ignorada.
La pintora que recibió a Olga Koklova aquel día le ofrecía su desaliñado aspecto habitual: vestida con un blusón negro manchado de pintura de arriba abajo, con el pelo recogido con una goma, y sin arreglar. Una mujer contrahecha, jorobada, que sufrió toda su vida una deformación severa, de nacimiento, que incluso afectaba a su forma de andar. Y por entonces, además, gravemente menguada por la enfermedad, el exceso de trabajo y una debilidad a la que se sobreponía a base de fuerza de voluntad, pero que se cobraría su vida poco tiempo después.
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