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La “angelical jorobada” que inspiró a Pablo Picasso y pintó con Diego Rivera

MARIA BLANCHARD

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Vidal Arranz - publicado el 16/01/21

María Blanchard fue una de las más grandes pintoras del cubismo del siglo XX, pero además una mujer religiosa, caritativa y muy poco conocida

La bailarina Olga Koklova entró en el destartalado estudio de María Blanchard, en la calle Rue Boulard de París, en los primeros meses de 1932 para interesarse por su quebrantado estado de salud. Había acudido por encargo de su todavía marido, Pablo Picasso, que enviaba a la pintora española un regalo personal: una pequeña cerámica suya con forma de paloma. Fue una de las últimas muestras del afecto que el genio de la pintura moderna profesaba hacia Blanchard, una figura crucial en la gestación del movimiento cubista, pero que hoy es todavía excesivamente desconocida, e incluso ignorada.

La pintora que recibió a Olga Koklova aquel día le ofrecía su desaliñado aspecto habitual: vestida con un blusón negro manchado de pintura de arriba abajo, con el pelo recogido con una goma, y sin arreglar. Una mujer contrahecha, jorobada, que sufrió toda su vida una deformación severa, de nacimiento, que incluso afectaba a su forma de andar. Y por entonces, además, gravemente menguada por la enfermedad, el exceso de trabajo y una debilidad a la que se sobreponía a base de fuerza de voluntad, pero que se cobraría su vida poco tiempo después.

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María compartía lo que necesitaba

Era también una mujer que había recuperado la fe religiosa de su infancia, perdida en la adolescencia, y que dedicaba buena parte de su tiempo a la visita de los templos de su zona -en ocasiones, cuando necesitaba centrarse en sí misma y meditar, podía escuchar varias misas seguidas en iglesias diferentes- así como la piedad religiosa y una muy generosa labor de obras de caridad. Tan generosa que a menudo fue en detrimento de su propio bienestar, porque María no siempre daba de lo que le sobraba, sino que, en muchas ocasiones, compartía lo que necesitaba.

La relación de María con Picasso se remonta a los comienzos del movimiento cubista. Blanchard había acudido a París a aprender pintura, y tras un breve retorno a España, decidió regresar a Francia e instalarse allí definitivamente. Su llegada coincidió con la erupción del volcán cubista, que sacudiría el mundo del arte, y al que ella contribuyó decisivamente. Tanto que algunos pintores como André Lhôte consideran que sus cuadros son los más bellos que logró generar aquel movimiento.

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Prodigiosa memoria

Más adelante, Blanchard desarrollaría un personal estilo figurativo, teñido de emoción y sentimiento, y poblado por maternidades tristes, niños, y todo tipo de desfavorecidos y desposeídos, a los que hacía justicia con su pintura. Casi siempre inspirados en personas reales con los que María se cruzaba por la calle, a menudo de forma ocasional, pero que ella atesoraba en su prodigiosa memoria y que luego era capaz de reconstruir después en el estudio con fidelidad.

Los parisinos pudieron ver las pinturas cubistas de María junto al mítico cuadro de Picasso, “Las damiselas de Avignon’, la pintura probablemente más representativa del movimiento, en la misma exposición. Y el pintor malagueño nunca ocultó que su cuadro ‘El niño con el aro’ estaba inspirado en otro de título y temática muy similares de María Blanchard, que Picasso tuvo ocasión de ver durante una vista a su estudio, que por entonces la española compartía con el pintor mexicano Diego Rivera, con quien trabajó codo con codo durante 13 años. Blanchard nunca se sintió ofendida por la ‘apropiación’ que Picasso hizo de su obra. Siempre valoró la capacidad del malagueño para tomar estímulos y referencias de aquí y allá y convertirlas en algo personal.

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Amistad con Picasso

La amistad de los dos españoles se prolongó mucho más allá de la breve vida del movimiento cubista. Picasso no dejaba de recomendar la obra de Blanchard a los marchantes de arte y a los coleccionistas, lo que provocó una situación que hoy, desde el oscurecimiento que padece su figura, quizás pueda sorprender.

El periodista Baltasar Magro, que acaba de recrear la vida de la pintora en el libro ‘María Blanchard. Como una sombra’ (Alianza Editorial) asegura que la cotización de la artista santanderina en el mercado del arte era por entonces igual o superior a la que tenían Juan Gris -el tercer español del movimiento cubista- Fernand Lèger, o Matisse “y muy por encima de Modigliani”.

Pero Picasso no fue el único pintor que la admiraba ni con el que estuvo ligada. Ya hemos apuntado la estrecha relación que le unió con Diego Rivera, con el que compartió estudio 13 años. Durante mucho tiempo, además, ella, Rivera y su mujer, la también pintora e ilustradora Angelina Beloff, Quiela, vivieron juntos, compartiéndolo todo, salvo la cama. Quiela conservó la amistad de María hasta el final, y mucho tiempo después de que Diego Rivera la abandonara para regresar a México.

Compartió también el dolor

“Con Diego formábamos un grupo de lo más extraño”, recuerda Quiela. “Dos mujeres unidas a un gigantón barbudo con muy malas pulgas, una especie de Buda. Vamos, como si fuéramos personajes de un cuento para asustar a los niños”. Y recuerda más: “Vivíamos cerca de Mondrian, del impulsivo y único Modigliani, de Matisse, de Chagall, Severini… Cada uno de ellos era un mundo repleto de enseñanzas, de sugerencias asombrosas”.

Pero no todo fue hermoso. María compartió también con la pareja la inesperada muerte de su hijo, con apenas un año de edad. Baltasar Magro sugiere que el recuerdo punzante de este drama influyó en las futuras pinturas de maternidades de Blanchard, que a menudo estarán sobrevoladas por un halo de tristeza, o de gravedad, que rompe con la imagen convencional de las madres felices.

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La muerte de Juan Gris la conmocionó

Si importante fue el aprecio de Picasso, e intensa la camaradería con Rivera, puede que la relación afectiva mayor la tuviera María con el también español Juan Gris. Su prematuro fallecimiento supuso para ella un golpe que la desestabilizó y la conmocionó.

Su primera biógrafa, la condesa María del Campo Alange, cree que es en este momento crucial cuando se produce el regreso a la fe de la artista española. No fue seguramente el único factor, pues la suya no fue la única conversión religiosa en el gremio artístico de la época, pero seguramente fue la más llamativa.

La religiosidad de María Blanchard

Y es que María no sólo acudía metódicamente a misa, incluso cuando, en sus últimos meses, le costaba horrores el caminar, sino que aportaba fondos regularmente al orfelinato de la zona y atendía a los mendigos que llamaban a su puerta enviados por algún convento de la zona.

En su última Navidad antes de morir, gastó parte de sus recursos no abundantes en proporcionar comida y juguetes a varias familias de su entorno. No debe extrañar, por tanto, que muchos de aquellos seres sin fortuna se contaran entre los pocos que acudieron a despedirla en su entierro. Fueron ellos los que la bautizaron como ‘la angelical jorobada’.

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