Hace falta una fe viva, apasionada, para descubrir a Dios en medio de las sombras Jesús siempre llega, cuando menos lo espero y corro el riesgo de dejarlo pasar de largo, por no estar atento.
Hoy escucho a Juan hablándome al corazón. En el principio, antes de nada, ya era Dios. Y Dios, eterno, todopoderoso, quiso hacerse carne de mi carne. Y yo no lo vi:
“Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió”.
Él es la luz y yo la tiniebla. Él la salida del túnel, yo la sombra del túnel.
Me gusta esa imagen que contrapone la vida y la muerte. La luz que acaba con la oscuridad, con las tinieblas. Pero luego miro en mi corazón y veo que dentro de mí se superpone la luz y la tiniebla, la esperanza y la desolación.
Dios llega
Me gustaría que hubiera más luz y más salidas en mi oscuridad, en mi alma. Noto la ausencia de la luz porque tal vez tenga los sentidos embotados.
Me duele el alma por dentro de tanto buscar a alguien que le dé sentido a todo lo que me ocurre. Sueño con encontrarme con Dios, pero no soy capaz de dar un paso.
No dejo que entre Dios dentro de mi vida, por ese temor mío. Me asusta que se me complique todo si lo dejo entrar. Y entonces no logro ver al Dios que viene a acampar en mi vida:
“El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron”.
La luz verdadera que destierra toda oscuridad de mi vida. ¡Cuántos hay hoy que no le reconocen! ¡Cómo es posible no ver la luz cuando hay tantas sombras a mi alrededor!
¿Cristiano y ateo?
Muchos dicen creer en Dios, pero no creen, son creyentes ateos. Se sienten cristianos pero han desterrado a Dios de sus vidas. No lo ven, dudan de su poder, de su presencia, de su luz.
Dicen que sí, que tienen fe, pero luego actúan como si no existiera. ¿No soy yo a veces uno de ellos? Un creyente pagano, demasiado contagiado del mundo.
Es más fuerte ese ateísmo creyente. Casi más que ese otro ateísmo beligerante. Un ateísmo hecho de oscuridad y de noche. De pereza y cansancio. De desilusión y soledad. De desesperanza y de vértigo. Porque da vértigo creer.
El creyente da testimonio
Juan describe así al creyente cuando habla de Juan el Bautista:
“Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios”.
Dar testimonio de la luz con obras, con la sangre, con la carne, con la luz que consigo que se encienda en mi interior. Ojalá pueda vivir yo cada día lo que dice hoy san Pablo:
“Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos”.
Una luz, una riqueza, una forma diferente nueva propia de los santos, de los que son hijos de Dios, nacidos de la sangre de Dios, de la carne de Cristo.
Fe para ver más allá
Quizás me falta una fe viva, apasionada, para descubrirlo en medio de las sombras que me rodean.
Es tan fuerte la tentación del mundo que me hace creer que esta vida es todo lo que hay… Y después nada más que polvo y el olvido o el recuerdo.
Amar siempre compensa. Pero amar la carne caduca sin atisbo de inmortalidad parece poco. Un amor caduco como la vida.
No lograré encender una hoguera que nadie apague. Al final el fuego siempre se consume. Igual que la vida misma, o el amor que cambia de objeto, o se torna odio o desprecio. Es tan fácil pasar de ese amor apasionado a un odio igual de apasionado.
¡Qué línea más delgada separa a mis actos de caer en la oscuridad! Una línea tenue separa al día de la noche. Un amanecer que tiende al sol. Un atardecer que tiende a la noche.
Es muy fácil confundir el momento en el que me encuentro. Estoy saliendo o entrando, partiendo o llegando. El comienzo de la vida o el final de esta. Una línea apenas perceptible.
Y lo único que rompe el equilibrio es tener fe o dejar de creer. Puedo empezar de cero o puedo llegar a cero. Comienzo desde la nada y llego al final de un camino con las manos vacías.
También en la oscuridad
No quiero que Jesús pase por delante de mis ojos y yo no sea capaz de darle posada. Quiero que aumente mi fe. Ha venido a habitar en mí, a acampar en medio de su pueblo. Y yo quiero reconocerlo, quiere que se abran los ojos de mi fe.
No necesariamente allí donde brilla la luz de una lámpara, de una vela, es Dios más visible. De forma especial quiero aprender a verlo llegar en mi oscuridad. Allí donde los hombres viven en guerra y no se aman. Allí donde el odio es más fuerte que el amor.
Allí donde es rechazado viene en mi carne. En la carne de mi hermano. En la carne de aquel a quien yo mismo desprecio. Quiero tener los ojos de mi corazón abiertos. Para verlo y acogerlo y alabarlo por caminar y abrazarme en mi soledad.