Tiene la capacidad de permitirnos transitar serenamente los mares más turbulentos y es consecuencia solo de la fe que tenemos en Dios
En el apostolado que llevamos adelante, con frecuencia recibimos gente que busca ayuda buscando maneras para encontrar paz en sus vidas.
Qué aspiración tan alta para el hombre el desear la paz divina frente a las inmensas tribulaciones que trae el día a día. Y, sin embargo, si el hombre tiene este deseo en su corazón, es porque tal cosa existe…
La paz de Dios
La paz con la que Jesús saludaba a los suyos, que ofrecía cada vez que entraba en el hogar que lo acogía y que se nos entrega a nosotros cuando participamos de la misa, es la paz de Dios.
Esta paz se encuentra precisamente en medio de la tribulación. Para decirlo de otra manera, se encuentra en el ejercicio del dolor y nos ayuda a poner límites a nuestro sufrimiento y a confiarnos al amor del Padre.
Preciso es entender que la paz de la que hablamos es una paz que se parece mucho al Reino de Dios, que no pertenece a este mundo, que no responde precisamente a las expectativas que esperamos encontrar, sino que las supera.
Sí, se la saborea en medio de la tribulación. Tiene la capacidad de permitirnos transitar serenamente los mares más turbulentos y es consecuencia solo de la fe que tenemos en Dios. En sí, una ganancia, que requiere abandono y confianza porque de ello brotarán mares tranquilos, y un lugar de descanso permanente.
¿Cómo encontrarla?
La fe nos proporciona la certeza definitiva de la existencia de un Dios y de su obra, de sus mandatos. Para encontrarla, nos alimentamos de su Palabra en la búsqueda, en la celebración de la misa.
Y para fortalecerla nos alimentamos de la verdadera carne, sangre, alma y divinidad de Cristo en la Eucaristía para constituirnos poco a poco -transformándonos bajo el influjo del Espíritu Santo- en hijos de un Padre, bueno y cercano.
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