Recupera una de las más antiguas tradiciones cristianasAparte del ciclo litúrgico que da forma y significado a todo el año de un cristiano, recordando y celebrando la historia de salvación, también la Iglesia da un significado especial a cada día de la semana como memoria de una parte específica de nuestra fe. Es decir, cada día de la semana está dedicado a una especial intención de oración.
Domingo: La fiesta del Señor
El domingo es un gran día de fiesta para todo cristiano; aunque otros días son fiestas, este es el día de fiesta por excelencia. Una fiesta para vivir y compartir con otros en la Eucaristía. Un día consagrado enteramente al Señor.
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Lunes: Dedicado al Espíritu Santo y a los difuntos
A principios de la Edad Media, el lunes estaba dedicado al Espíritu Santo, para implorar su asistencia al empezar las tareas de la semana. También ese día se pide por el alivio de las almas del Purgatorio, pero es una devoción libre y voluntaria que la Iglesia aprueba sin prescribirla.
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Martes: Dedicado a los ángeles
El martes está generalmente consagrado al culto de los santos ángeles y en especial al ángel custodio. Muchos santos tenían una gran devoción a los ángeles en general, y a su ángel de la guarda en particular. No olvidemos que cada uno tiene su propio ángel a quien acudir.
Miércoles: Dedicado a san José
El miércoles es el día elegido por la devoción para honrar a san José y tener una buena muerte.
Desde los siglos apostólicos ha sido el miércoles el objeto de una devoción particular en la Iglesia de Oriente y en la de Occidente.
Era un día de ayuno y de reunión en los sitios de oración o en los sepulcros de los mártires, a donde acudían muy temprano, y no salían hasta la hora nona, es decir hasta las tres de la tarde, en que acababa la misa.
Y el ayuno que se practicaba en este día se llamaba “pequeño ayuno”, porque tenía tres horas menos que el de la Cuaresma, de las cuatro Témporas y de las vigilias de las grandes festividades, y porque no era de obligación tan estricta.
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Jueves: Dedicado a la Eucaristía
El jueves está dedicado a un recuerdo honrado por siglos con un fervor particular: el Hijo de Dios instituyó en un jueves el sacramento de la Eucaristía. Su Cuerpo y su Sangre es el regalo más grande de Dios a la humanidad.
Los jueves del año parecen haber sido destinados, especialmente desde la institución de la festividad del Corpus, a renovarlo, tanto por los oficios públicos como por las devociones particulares.
Y casi sucede todos los jueves del año, en relación a la fiesta del Corpus, lo que todos los domingos respecto de la festividad de Pascua, es decir, que son aquellos una octava continua del misterio de la Eucaristía, como estos de la Resurrección.
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Viernes: Dedicado a la Pasión de Jesucristo
El viernes está consagrado a la Pasión. Jesús fue azotado, injuriado, y crucificado un viernes. Por ello la Iglesia siempre ha considerado los viernes como días de penitencia y sacrificio.
En una gran parte de la cristiandad, hasta el siglo IX se cerraban en este día los tribunales y se observaba el ayuno.
También existía la costumbre de añadir, a las tres de la tarde de este día, el rezo de cinco Padrenuestros y cinco Avemarías, en honor de las cinco llagas de Jesús.
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Sábado: Dedicado a la Virgen María
El sábado fue durante muchos siglos fiesta como los domingos, y esto por varias razones: en primer lugar para honrar el descanso del Señor después de la creación, y recordar al hombre que también él, imagen de Dios, creaba en cierto modo durante esta vida.
En segundo lugar, se recuerda que el Salvador había escogido con frecuencia el día del sábado para hacer curaciones y milagros, y para ir a predicar en las sinagogas.
Desde los primeros siglos, los cristianos han dedicado el sábado a honrar de modo particular a la Virgen.
Entre otras porque así como fue día de descanso para Dios, la Virgen fue aquella en la cual, como escribe san Pedro Damián, “por el misterio de la Encarnación, Dios descansó en un lecho santísimo”.
Y santo Tomás dice que “veneramos el sábado en honor de la gloriosa Virgen María, que también en ese día se mantuvo en la fe en Cristo (como hombre) comprobando su muerte”.
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Fuente: Catecismo de Perseverancia, Jean Joseph Gaume, Tomo VII