¿Prefieres el trabajo o la suerte? ¿Cómo debe ser nuestra existencia? ¿Todo depende de nosotros o hay algo más?
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Cuando Ernest Hemingway (1899-1961) publica la novela corta El viejo y el mar (1952) cuenta ya con un prestigio y una trayectoria literaria importante. De hecho, si El viejo y el mar le valió el Premio Pulitzer (1953), fue el conjunto de su obra lo que le hizo merecedor del Premio Nobel (1954). Hablamos, por tanto, de un narrador experimentado en la madurez de su carrera.
El relato mantiene un tono de firme y cordial melancolía cercano al estoico Sustite et abstine: enfocar la existencia con actitud sólida, soportando los reveses de la vida y renunciando a fantasías e ilusiones sin fundamento.
El mar es tan natural como la tierra. Pero el hombre ha domesticado el suelo firme: ha construido mojones, la ha medido y cultivado. La tierra ha sido civilizada. El mar, no. El mar no guarda memoria del paso del hombre, es salvaje e indómito, es hermoso y alegre, como los ojos del viejo, que «tenían el color mismo del mar».
Santiago es el viejo, el hombre con demasiada experiencia. Tanta que conoce el mar, sabe leer sus señales como nadie.
El viejo tiene la sabiduría de los años bien vividos. Unas veces habla a Manolín, el chico que le cuida porque le tiene afecto, otras veces habla en voz alta. Y entonces, casi siempre, regala al lector perlas de su sabiduría: «trato de no pedir prestado. Primero pides prestado; luego pides limosna»; «el hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado».
Santiago se siente bien en el mar, en el mundo. Se sabe “hermano” del resto de los seres que la madre naturaleza ha engendrado. Los delfines «son nuestros hermanos, como los peces voladores»; el pez al que captura y debe matar «es mi hermano»; también «las estrellas son mis hermanas».
En el seno de la naturaleza todos son hermanos pero, como en toda gran familia, los hay buenos y malos: Los delfines «Son buena gente. Juegan y bromean y se hacen el amor»; los tiburones o las “malas aguas” (medusas) hacen daño. Y el viejo estoico entiende que es necesario matar para comer: sin maldad. Cada hermano ha nacido para algo. Él ha nacido para pescar. Ese es su lugar en el mundo. Su aportación al dinamismo universal. Pescar es matar: «Tal vez yo no debiera ser pescador, pensó. Pero para eso he nacido», ese es su sino.
«Todos matan a los demás en cierto modo» y cada uno aporta sus posibilidades para sobrevivir. El viejo parece partir con desventaja ya que «el hombre no es gran cosa junto a las grandes aves y fieras». Hemingway introduce aquí cabalmente la vieja idea de que si bien los animales se integran rígida y exitosamente en su hábitat natural, el hombre dispone de su inteligencia para adaptarse de un modo flexible. Así, el viejo señala que el pez, el mayor pez que ha visto en su vida, podría vencerle fácilmente ya que «yo sólo soy mejor que él por mis artes», por mi inteligencia.
En esa lucha por la vida interviene también la suerte. Y, desde el principio, el viejo parece estar “salao”: la suerte le ha abandonado. Él es más partidario de la pericia, de la precisión en el oficio, que de la suerte: «Es mejor tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré dispuesto». Siempre es mejor tener suerte, pero eso no depende de nosotros.
La buena suerte, que la fortuna nos favorezca, no está en nuestras manos. En cualquier momento un “hermano” hambriento puede saciar su apetito con nuestro cuerpo, o un descuido puede hacernos naufragar. El estoico prefiere no hacerse ilusiones y permanecer en el ámbito amplio pero finito de la madre naturaleza.
Pero, finalmente, el hombre es capaz de más. Puede, y lo sabe, aspirar y desear más. Siempre más. El viejo siente eso sólo como una necesidad de ayuda. Entonces hace lo único de que es capaz: reza para implorar que esa suerte le sea concedida.
Necesita algo más
Aún con toda su sabiduría, su experiencia y sus artes, necesita algo más para realizar bien aquello para lo que ha nacido. Sabe que no se mueve bien en el ámbito de lo sobrenatural: «No soy religioso. Pero rezaría diez Padrenuestros y diez Avemarías por pescar este pez y prometo hacer una peregrinación a la Virgen del Cobre si lo pesco. Lo prometo. Comenzó a decir sus oraciones mecánicamente».
Más adelante la dificultad se hace mayor y se ve impulsado a subir proporcionalmente el tono de la petición: no diez, sino 100 Padrenuestros: «Dios me ayude […]. Rezaré cien Padrenuestros y cien Avemarías. Pero no puedo rezarlos ahora. “Considéralos rezados”, pensó. Los rezaré más tarde».
Cuando el mecanismo de su arte y la naturaleza no le bastan, el viejo reza mecánicamente. Pero ni la naturaleza ni el espíritu son mecanismos. Por eso su religiosidad es superstición.
Su sentimiento de pertenencia a la naturaleza le proporciona esa melancólica serenidad que late en toda la obra. También Francisco de Asís ve como hermanos al sol, la luna o el lobo. Pero le inunda una alegría inmensa. Desborda el mundo de Hemingway. Y goza de la grandiosa belleza de la creación en la que nos ha colocado un Dios que es Amor.