Charles Dickens (1812-1870) cuenta con un buen número de títulos célebres tales como Los papeles póstumos del club Pickwick, Oliver Twist, David Copperfield así como el enternecedor Cuento de Navidad.
Pero pocos conocen su Vida de Jesús, escrita para sus hijos entre 1846 y 1849. Dickens prohibió que ese texto fuese publicado mientras viviesen sus hijos. De modo que la primera edición tuvo que esperar hasta que el menor de sus diez hijos, Henry Dickens, murió en 1933.
Escrito con la maestría de un autor consagrado y la ternura de un padre que intenta entregar a sus hijos el mejor regalo del que es capaz, nos ofrece párrafos como el que inicia el texto: «Queridos hijos míos:
Siento gran impaciencia porque sepáis algo de la historia de Jesucristo, pues todos debían conocerla. No existió nunca nadie que fuera como Él, tan bueno, tan amable, dulce de carácter y compasivo con los malos, enfermos o miserables. Y estando ahora Él en el Cielo, donde esperamos ir […], no podéis nunca figuraros qué excelente lugar es el cielo sin saber quién fue Él y lo que hizo».
La obra contiene la vida, enseñanzas, muerte y resurrección de Cristo contadas por un padre a sus hijos. La pluma de Dickens escribe pensando en sus primeros destinatarios y, por eso, unas veces aclara y otras veces aprovecha para subrayar la enseñanza que considera que sus hijos deben retener.
Encontramos, en efecto, las típicas digresiones de cualquier padre cuando cuenta una historia a sus hijos, por ejemplo: «Las criaturas más miserables, feas, deformes y desgraciadas, serán ángeles resplandecientes en el cielo, con tal de que en la Tierra hayan sido buenos. No olvidéis esto jamás, conforme vayáis creciendo. No seáis nunca orgullosos ni groseros, queridos míos, para ningún pobre». O, también, tras contar la alabanza de Jesús a la pobre viuda que echó dos monedas de escaso valor, comenta a sus hijos: «No olvidemos nunca lo que hizo la pobre viuda cuando nos creamos caritativos».
El padre y autor explica detalles que permiten a los niños seguir el relato. Así, por ejemplo, al hablar del nacimiento de Cristo dice que «no había allí cuna ni nada que se le pareciera de modo que María instaló su lindo niñito en lo que se llama el pesebre, que es el sitio donde comen los caballos. Y allí se quedó dormido». O, tras contar y explicar varias parábolas les dice que Jesús «enseñó a sus discípulos por medio de estas narraciones, porque sabía que las gentes gustaban de oírlas y recordaría así mejor las cosas que Él decía. Estos relatos se llamaban parábolas […] y me agradaría que recordaseis la palabra, pues pronto tendré que contaros algunas más».
Establece comparaciones útiles para los niños: «El lugar más importante de todo aquel país era Jerusalén –como Londres es la gran ciudad de Inglaterra-».
Usa un tono infantil pero no ñoño. Un lenguaje que emplea trazos gruesos, como corresponde a la sensibilidad infantil: Herodes es el rey malo y envidioso; los malos son malos y los buenos santos, aunque antes hayan sido grandes pecadores. O adapta el relato, como cuando se refiere a la adúltera a quien quieren lapidar y dice que es «una mujer culpable de algo que la Ley castigaba».
No es un tratado de cristología ni una obra pensada para fomentar la piedad. De ahí que conviene que amantes de la ortodoxia y teólogos se abstengan de leerlo, salvo que sean capaces de hacerse como niños y se dejen asombrar por la grandeza del relato.
Es, eso sí, un libro no muy extenso, de fácil y amena lectura. Escrito con maestría y ternura.
Y es mucho decir porque es sabido la ternura es uno de los nombres más hermosos del amor. Así parece entenderlo Péguy cuando afirma que «la ternura es ni más ni menos que el meollo del catolicismo».