Acaba de fallecer la madre del cardenal venezolano Baltazar Porras, dejando tras de sí las infaltables diarias oraciones por el papa Francisco y su obsesión por la correcta participación de los católicos en la Eucaristía
Dos gotas de agua se parecen menos que el cardenal Baltazar Porras (administrador apostólico de Caracas y arzobispo de Mérida) y su madre, lo que se aprecia a simple vista. También se parecieron en la fe, la persistencia, la entrega al servicio por los demás y una cercanía y simpatía proverbiales. Ambos sencillos de trato y ambos alegres y dispuestos. Como buenos cristianos.
La recordamos en Roma, en septiembre del 2016, cuando su hijo fue creado cardenal. En silla de ruedas circulaba encantada por todo el Vaticano, empujada, a veces por su hijo, a veces por otro familiar.
Pero siempre con una sonrisa que denotaba la felicidad que la embargaba por la distinción a su hijo por su hijo y su satisfacción por poder conocer lugares de la Santa Sede a los cuales, ninguno de quienes allí estábamos, habría tenido acceso de no ser por las amables diligencias del prelado.
En la foto, papa Francisco le hace la señal de la cruz en la frente
Así, llegamos hasta los mismísimos archivos secretos, los cuales por su interés y variedad, nos tomaron un buen tiempo de visita guiada por el propio cardenal Porras. Ella, sonriente y atenta, sin cansarse, completaba entusiasmada todos los tramos de la jornada, como una más del grupo.
Duelo compartido
El duelo, a pesar del escaso contacto entre las personas por causa de los estragos del COVID-19 en Venezuela, fue compartido en la Iglesia católica, especialmente caraqueña y merideña. Era una dama muy querida a pesar de su poca exposición pública y su natural reserva ante los focos y las bambalinas.
Discreta y silenciosa, de repente aparecía en algún evento acompañada de su hijo y repartía cariño y sonrisas. No obstante ello, siempre estuvo, con gran elocuencia y soltura, dispuesta a cualquier requerimiento de los periodistas. Era, sin estridencias ni poses, muy amable con la prensa tal como lo es como su hijo.
“Cristiana soy y así quiero vivir y morir”
María Elena Mestas, historiadora y gran amiga de Blanca Luz por más de 15 años, reveló detalles para Aleteia, insistiendo en aspectos de su personalidad dignos de destacar. La amistad fue para ella un don de Dios y como tal la honraba. No importa cuán lejos estuviera el amigo o familiar enfermo pero ella llegaba.
Dice Mestas: “Ella tenía una convicción y certeza profundas de que estábamos en manos del Señor, siempre atenta a la voluntad del Padre. Así, se integró a las parroquias donde le tocó vivir, colaborando en todo lo que le fue posible. Cristiana soy –decía- así quiero vivir y morir, con todo amor”.
Esa fue la dedicatoria de su libro de oraciones publicado en el marco de celebraciones de sus 84 años.
Otro libro de su autoría, en compañía de Mestas, publicado por las paulinas en 2011, es un manual para aprender a orar correctamente. Allí escribió:
“Como una sencilla ofrenda he recopilado una serie de oraciones para que al rezarlas unidos, padres, madres y personas de buena voluntad por las necesidades e intenciones de los sacerdotes, religiosos o misioneros, nuestras plegarias, cual incienso de oración, se lleven hasta la presencia de Dios y sean escuchadas con benignidad. Que así sea, Blanca Luz”.
El cardenal Porras nos lo dice: “Aprendí a rezar en el regazo de mis seres queridos. Como la inmensa mayoría de los cristianos. Papá, mamá, mi abuela y mi tía Ángela. Para la Primera Comunión me preparó un sacerdote agustino”.
Se casó dos veces, y sus hijos, siete en total, la acompañaron hasta el final. El cardenal fue el mayor de los hijos y lo llamaron como a su padre, Baltazar. También están Indira, José Rafael, Nuri del Rosario, Leon José. Matías Felipe, Teodardo Enrique e Iván Alfredo. Sus relaciones con la familia completa fueron excelentes y su papel semejó el de una amalgama, la centrífuga que mantenía unidos a todos. Una referencia de bondad y abnegación.
“En misa debe leer quien sepa leer”
Autora de una recopilación de oraciones antiguas de su familia, las cuales publicó para que permanecieran entre los suyos. Quería que pudieran rezar con ella en los momentos de adversidad. Una de sus preocupaciones era que la gente participara en misa sabiendo lo que hacía. Era triste para ella que un católico no comprendiera la grandeza de lo que se le regalaba. Por ello, siempre que podía repartía estas enseñanzas.
Formó a sus hijos desde pequeños, en el amor por el estudio, la familia y la fe. Que fueran personas correctas, solidarias, de conducta intachable. Sólo así se comprende que un hogar produzca una vocación para servir a la Iglesia como sacerdote de Dios.
Fue determinante en el desarrollo vocacional de su hijo y a lo largo de su carrera religiosa, acompañándolo en todo momento. Era su más recia crítica. Más de una vez lo conminó: “Mire, hijo, ponga a la gente a leer la Palabra de Dios a quienes sepan leer. Deben ser personas que lean bien, a quienes uno les entienda”.
En su jardín crecía la devoción
Junto con las hermosas orquídeas –la flor nacional de Venezuela- de su jardín se cultivó también una especial devoción a la Virgen de la Consolación de Táriba (estado Táchira), una de las más antiguas de Venezuela.
Una anfitriona excelente, en su casa nunca faltaba un puesto en la mesa para el que llegara de improviso y en repostería, no tenía rival.
Estaba al día con lo que pasaba en Venezuela y el mundo y por ello era capacitada para opinar y seguir con criterio sólido los acontecimientos. Ese interés se compartía con la avidez por la información del acontecer católico en el mundo.
Enseñó a todo el que quería escucharla en el respeto al Papa, a los obispos y sacerdotes. Tomó esas enseñanzas como una especie de misión de vida. Mientras su hijo fue seminarista, ella permaneció extremadamente cercana y colaboradora con el seminario y sus seminaristas. Monseñor Roberto Luckert, arzobispo emérito de Coro, decía siempre: “Esta es la mama más linda del seminario”.
De misa y comunión diarias, su rosario era para el Papa Francisco y la Iglesia.
De hecho, ha sido la mejor madre que Dios les ha podido asignar, así que hay mucho que agradecer por su vida. El consuelo ante su ausencia física es que semejante ser humano no puede estar en otro lugar sino a la vera de Dios, hasta donde, mariana como fue, debe haber llegado de la mano de la Virgen de Las Mercedes, en cuya fiesta se despidió hasta la eternidad.
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