¿Cómo pudo el hombre llegar a la barbarie que contemplamos durante la II Guerra Mundial? Se han estudiado las causas económicas, sociales, políticas e ideológicas.
Hay notables intentos de comprensión entre los que cabría destacar los tres volúmenes de Los orígenes del totalitarismo (1951) de Hannah Arendt (1906-1975).
La misma autora deja una obra capital para entender no ya la ideología, sino el alma del hombre al que la ideología ha despersonalizado. Me refiero a Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (1963). Eichmann es un típico hombre moderno, afable con sus vecinos, cariñoso con su familia, eficaz en su trabajo, que consiste en organizar el transporte de prisioneros judíos hasta los campos de concentración.
Eichmann es un hombre moderno, un hombre en el que la esfera ética y la técnica no se cruzan. Eichmann es un hombre sin alma; afable y cariñoso, pero en el que se ha atrofiado esa parte del alma donde se distingue el bien y el mal.
La judía Hannah Arendt apunta al alma del hombre moderno como causa profunda de estos acontecimientos terribles. En ese mismo sentido se mueven un par de obras a las que voy a referirme. Escritas el mismo año (1943) en plena guerra: L’enracinement de la también judía Simone Weil (1909-1943) y El principito.
Saint-Exupéry (1900-1944) tiene el enorme acierto de conjugar una exposición amable, con imágenes muy sugerentes que denotan una calidad literaria notable, con un nivel de comprensión tremendamente profundo.
Fijémonos en algunos aspectos relevantes
Comienza estableciendo distinciones. Entre niños y adultos, entre boa abierta y boa cerrada, entre quienes saben de números y quienes disfrutan de la vida… Hay niveles de escritura y niveles de comprensión del mundo y de la vida. En El Principito hay un eco de la profunda reflexión de su autor pero no en torno a la guerra sino acerca del alma del hombre que es conducido al campo de batalla.
La crispación que acaba estallando como conflicto bélico tiene raíces profundas; la guerra muestra un malestar en la cultura; la humanidad europea no entendió que la I Guerra fue un aviso de que el «hormiguero humano» había perdido enormes prerrogativas y se hallaba tan desorientado existencialmente que incluso ignoraba lo que había perdido. Por decirlo brevemente: el hombre ya no sabe qué significa ser hombre, ha olvidado qué le eleva y qué le destruye.
El Principito muestra que hay que hacerse consciente de nuestras carencias
Primer paso en la dirección correcta: él ama a la rosa; la rosa lo ama pero ¡no es suficiente! Al animal le basta seguir sus impulsos. El hombre siente hambre pero tiene que aprender qué es alimento y qué es tóxico; es bípedo, pero tiene que aprender a andar; y a hablar y a pensar. El «dejarse llevar» vale para los animales, pero los hombres no somos así. El Principito tiene que partir, porque «era demasiado joven para saber amar» o, lo que es lo mismo, tiene que «salir de sí» para encontrar al otro: solo así aprenderá a amar y solo así su vida tendrá sentido. Toda la historia del Principito tiene ese leit motiv: aprender a amar, aprender a vivir. Porque la vida humana valdrá la pena y tendrá sentido cuando sea vivida desde el amor.
No basta ser consciente de las propias carencias. También hay que identificar los caminos equivocados. Visitará mundos, estilos de vida, articulados sobre estrategias de dominación (el rey) u organizados sobre los vértigos del conocimiento (el geógrafo), del placer (el borracho), del trabajo (el farolero)…
Dicho de otro modo: para vivir humanamente, hay que construir creativamente la relación con el mundo, con las ideas y con las personas. Y al recorrer los distintos planetas, al iniciar su proceso de formación, descubre la necesidad de tomar distancia y aprender de como les va a los otros. Ninguno de esos modos de encarar la vida proporciona una vida plena. Por tanto, por extendidos que estén entre nosotros, no es así como se logra dotar a nuestra vida de valor y sentido.
El zorro, símbolo de la sabiduría, muestra cómo ha de construirse la relación que nos hace humanos. Se trata de la amistad, la relación que se abre al otro para aceptarlo, valorarlo, quererlo. Muestra, así, cuál es la dirección.
Saint-Exupéry y Simone Weil coinciden en la visión del problema de fondo. Simone lo expresa en un ensayo. Su tono es de una lucidez y honestidad implacables, como fue el tono vital de su autora.
Simone Weil fue activista política, albergó a Trostky en París cuando huía de Stalin pero, sobre todo, fue una persona radical, honda y honestamente radical.
En L’enracinement Simone levanta acta de que la otra cara de la moderna conquista de la autonomía e independencia es el aislamiento y la soledad. El hombre moderno se piensa a sí mismo como un individuo que no debe nada a nadie, que no posee más relaciones que las que él elige y mientras él las consiente.
El hombre moderno se siente así: dueño de sí y de su destino. Pero es falso. Somos hijos (no todos somos padres, pero todos somos hijos) y esa es nuestra primera relación; tan fundamental que una mala vivencia de la relación con los padres hace de nosotros carne de psicólogo.
El individuo carente de relaciones esenciales, sin raíces, más que el señorío y dominio sobre la propia existencia, siente el vacío, la carencia de vigor que viene de las relaciones auténticas. Y lo suple integrándose en rebaños de diversa condición: es el hombre-masa, carne de manipulación, ingrediente de todos los colectivismos, tonto útil de las ideologías que saben galvanizarlos, carne de cañón, en suma, de cualquier ejército para no importa qué guerra.
El hombre es un nudo de relaciones (Saint-Exupéry), debe descubrir qué raíces le aportan vitalidad y aspirar confiadamente a lo más alto porque está profundamente arraigado (Weil), así tendrá criterio para calibrar la gravedad del bien y del mal (Arendt).
Una vez localizada la amenaza, podemos trabajar en la sanación. Los autores citados señalan que el hombre moderno construye su vida desde una falsa comprensión de sí mismo. Arendt señala un grave síntoma, el Principito alude a caminos errados y vías de plenitud, mientras que en Weil encontramos una rigurosa llamada a volver a la senda correcta.
Hemos nacido porque hemos sido amados. Esa es la relación correcta, el criterio adecuado para valorar las acciones, la raíz que da plenitud a nuestra vida. Al final de la jornada seremos examinados en el amor, es decir, será patente si hemos vivido con autenticidad, según nuestra verdadera plenitud.