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Las heridas de Hiroshima y Nagasaki siguen abiertas

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Jaime Septién - publicado el 06/08/20
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Los obispos estadounidenses convocan tres días de reflexión y oración por la tragedia El 6 de agosto de 1945 el avión bombardero B-29 estadounidense llamado Enola Gay, dejó caer una bomba de cinco toneladas de peso sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. La explosión –equivalente a 15.000 toneladas de TNT redujo a ruinas varios kilómetros cuadrados de la ciudad y, de inmediato, mató a 80.000 seres humanos. Otros 60.000 murieron al final del año por las heridas y la radiación.

Tres días más tarde, otra bomba atómica fue lanzada sobre la ciudad de Nagasaki, matando, aproximadamente, a otras 40.000 personas. Pocos días después, Japón anunció su rendimiento total. Muchos han dicho que se trató del fin de la Segunda Guerra Mundial. Otros historiadores lo han visto como el principio de la Guerra Fría. Los sobrevivientes aún tienen secuelas.

Estados Unidos se convirtió en el único país que ha usado la bomba atómica en tiempos de guerra. La orden fue dada por el presidente Harry S. Truman, después de que los servicios de inteligencia mostraran que una invasión al Japón sería catastrófica para el ejército de Estados Unidos. La bomba atómica se había desarrollado desde 1940 y había sido probada apenas en julio de 1945, en el desierto de Nuevo México.

 

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El llanto de los obispos

Desde hoy y hasta el 9 de este mismo mes, la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos (USCCB) está llevando a cabo una seria reflexión sobre estos acontecimientos. Con oración y suplementos pastorales, los obispos estadounidenses han querido tomar estas fechas para reactivar su apoyo a las iniciativas del Papa Francisco sobre la extinción de armas de destrucción masiva.

El presidente de la USCCB, el arzobispo de Los Ángeles, José H. Gómez, dijo en un reciente comunicado: “En esta solemne ocasión, unimos nuestra voz con el Papa Francisco y exhortamos a nuestros líderes nacionales y mundiales a perseverar en sus esfuerzos por abolir estas armas de destrucción masiva, que amenazan la existencia de la raza humana y nuestro planeta”.


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Y más adelante, con la pandemia y el panorama de muerte que ha traído consigo el coronavirus, el arzobispo Gómez subrayó que los obispos de Estados Unidos “lloramos con los japoneses por las vidas inocentes que se llevaron y las generaciones que continuaron sufriendo las consecuencias para la salud pública y el medio ambiente de estos trágicos ataques”.

La capacidad de destruir

Cuando el mismo 6 de agosto el Enola Gay aterriza en la base aérea estadounidense de las Islas Marianas del Norte, deja tras de sí un reguero de muerte, dolor y heridas que no se sofocaran de inmediato. Es más, que aún siguen produciendo secuelas en los sobrevivientes y en la relación entre las grandes potencias que tienen ahora el potencial atómico para destruir al mundo cientos de miles de veces.

De acuerdo al último reporte de la Asociación de Control de Armas, una organización independiente con sede en Washington, sólo Rusia supera por poco al poderío nuclear estadounidense. Los rusos tienen 7.000 ojivas nucleares, mientras que EE.UU. tiene 6.800. Y la lista sigue con Francia, China, Reino Unido, Pakistán, India, Israel y Corea del Norte, hasta completar 15.000 ojivas nucleares, cada una de la capacidad de Hiroshima.

Las ojivas nucleares son las armas más poderosas que existen en el planeta. “Sólo una puede destruir una ciudad entera, además de potencialmente matar a millones de personas, y poner en peligro tanto el medio ambiente como la vida de las generaciones futuras, ya que sus efectos a largo plazo resultan devastadores”, define la Oficina de Asuntos de Desarme de la ONU.

 

Los sobrevivientes avisan

La mayor parte de los sobreviviente de Hiroshima y Nagasaki rondan los 83 años. Han vivido, hasta hoy, con ira y con miedo. La ira que proviene de no ser comprendidos (durante muchos años se creyó en Japón que la enfermedad por la radiación era hereditaria o transmisible) y el miedo de que el mundo olvide o minimice la magnitud de una tragedia nuclear como la que ellas y ellos padecieron.

María Yamaguchi –de la agencia informativa AP—ha resumido las voces de los sobrevivientes. Una de ellas, Keiko Ogura, de 84 años de edad, realiza visitas guiadas en inglés al Parque Memorial de la Paz de Hiroshima. “Al principio, fue realmente doloroso recordar esos días”, dijo en una reciente sesión informativa en línea. “Pero quería que los jóvenes estadounidenses supieran lo que había hecho su país. No tengo intención de culparlos, pero solo quiero que sepan los hechos y piensen”.



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Otra de la supervivientes de Hiroshima, Michiko Kodama, de 82 años, dijo en una entrevista reciente que las cicatrices externas del bombardeo atómico se han desvanecido, pero que su corazón no se ha curado. “Para mí, la guerra no ha terminado (…) Incluso 75 años después, seguimos sufriendo debido a la radiación (…) Y las armas nucleares todavía existen”.

Contra los lobos

La carta enviada a todo el país por el presidente de la USCCB, hace eco de las palabras del Papa Francisco y del anhelo de todos los católicos estadounidenses (y de todos los católicos del mundo) para poner fin –mediante la intercesión de María—a esta carrera que, desde luego, no tendría, al final de cuentas, a ningún ganador:

“Pedimos a nuestra Santísima Madre María, la Reina de la Paz, que ore por la familia humana y por cada uno de nosotros. Recordando la violencia y la injusticia del pasado, que nos comprometemos a ser pacificadores como Jesucristo nos llama a ser. Siempre busquemos el camino de la paz y busquemos alternativas al uso de la guerra como una forma de resolver las diferencias entre naciones y pueblos”.

Los estragos de hace 75 años en estas dos poblaciones mártires del Japón, no deben quedar en los libros de historia, ni en el anecdotario bélico de una humanidad que parece revivir, a cada momento, aquella terrible máxima atribuida a Thomas Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, quién la adaptó en su obra De Cive: Homo homini lupus (“El hombre es un lobo para el hombre”).

 

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