El 25 de julio la capital de Venezuela cumple 453 años y aún se escucha el sonido nostálgico del coche de Isidoro sobre el empedrado de sus calles
A pesar de que hoy los caraqueños vemos con dolor como nuestra hermosa e imponente ciudad se encuentra en el abandono, víctima de la desidia y la decadencia ante la mirada indolente de sus autoridades ahora, que será de nuevo cumpleañera, recordamos aspectos de su desarrollo que han marcado nuestros tiempos y que nos reafirman en la idea de que, no habiendo sido siempre así, es posible rescatar su gloria y grandeza. Y no es solo nostalgia.
Algunos datos son elocuentes al recordar que, a través de las épocas, “El Ávila” (“cerro de agua” en alusión a sus innumerables cascadas), el gigante a cuyos pies ha discurrido su historia, ha sido testigo del bullir de esta ciudad, con sus episodios hermosos, circunstancias duras y avances pioneros en el continente que ningún impuesto retroceso puede borrar.
Afrancesada y cafetera
Para el momento de su fundación (25 de julio de 1567) Caracas era un valle regado por cuatro ríos que hacían sus tierras propicias para el cultivo en ricos sembradíos de café. La primera taza se sirvió en 1786. El primer plano de la ciudad data de 1578 y su original se conserva en el Archivo General de Indias, en Sevilla.
A partir de 1867 comenzó a expandir sus vías de comunicación y se construyen varios ferrocarriles. Y en 1892 se instaló el primer alumbrado eléctrico.
Se tiene como cierto que la primera panadería moderna fue creada en 1825. Los dueños de las panaderías, confiterías y reposterías eran de origen francés; y para 1886 surgen nuevos restaurantes que marcaron la historia de la cocina y, progresivamente hicieron de la capital venezolana el lugar más famoso por su excelente oferta culinaria en el continente. Se quiso hacer de Caracas una sucursal de París y por cierto que se logró.
Llegó el plomo de imprenta
La ciudad de los techos rojos recibió su primera imprenta en 1808, recibida procedente de Inglaterra en el puerto de La Guaira. Se utilizó para imprimir la Gaceta de Caracas, el primer periódico de la capital. Comenzaba así el “plomo de imprenta” el cual, según uno de los dictadores que mandó en Venezuela, no tumbaba gobiernos. Hasta mayo de 1926 comienza a transmitir en Caracas, en amplitud modulada, la primera emisora de radio venezolana identificada con las siglas AYRE.
Pero el verdadero remezón, que sí derribó estructuras y devastó la capital más de una vez, fue el telúrico. Caracas es una ciudad sísmica y, desde el primer terremoto registrado, el de San Bernabé (11 de junio de 1641) de casi 8 grados, hasta el último verdaderamente destructor en 1967 de parecida intensidad, sus habitantes saben que cada 60 años puede producirse un evento similar.
Techos rojos y brazos abiertos
Caracas a ha sido un espacio de tolerancia religiosa. A pesar de que el país es mayoritariamente católico, fue de los primeros en tener un templo masónico. Su construcción fue ordenada por el presidente Antonio Guzmán Blanco, alérgico a la fe a pesar de su muy querida y devota católica esposa con la que convivía sin inconvenientes. Igualmente, hoy subsisten, coexistiendo en perfecta armonía, una Iglesia Católica, una Sinagoga y una Mezquita en la misma cuadra en pleno corazón de la ciudad.
También hemos abierto los brazos para acoger, en diferentes oleadas a lo largo de toda nuestra historia, a cientos de miles de inmigrantes, refugiados y visitantes que, llegando por primera vez, ya no quisieron jamás dejar nuestra tierra.
Fue lo que ocurrió al sensacional músico dominicano Billo Frómeta, fundador de la archiconocida orquesta Billo’s Caracas Boys, la cual ha acompañado el esparcimiento de varias generaciones de venezolanos y latinoamericanos. El Maestro Billo venía huyendo de la dictadura de “Chapita” Trujillo – quien gobernó a la República Dominicana desde 1930 hasta su asesinato en 1961- y más nunca se fue de Caracas. Tan cautivado estaba por la ciudad que compuso varias canciones a la capital venezolana. No existe un caraqueño que no acompañe el conocido y pegajoso estribillo de una de ellas: “Y es que yo quiero tanto a mi Caracas”….
El último cochero
Era un ser mágico y se llamaba Isidoro. Isidoro Cabrera, para más señas, fue un personaje de leyenda. Techos rojos y grandes corredores eran característicos de las casas caraqueñas hasta la segunda mitad del siglo XX. Y también el cochero Isidoro era parte de su identidad. Con su carruaje y su caballo formó parte de la historia cotidiana de una Caracas con nostalgias mantuanas. El general Ignacio Andrade le regaló el coche y, de tanto en tanto, era de los que solicitaba sus servicios para trasladarse por la ciudad.
Isidoro, también conocido como “el cochero de muchas épocas”, circulaba por las calles empedradas, emulando a su padre de origen canario, también de oficio cochero. Llevaba, orondo y cómplice, a las parejas de novios de la época. Fiel y honesto, transportaba a los trasnochados que salían de las juergas noctámbulas en aquella Caracas, despreocupada y alegre, donde el peligro estaba más en los fantasmas y aparecidos que en los asaltantes de camino.
Desde tiempos de Guzmán Blanco hasta 1963 cuando murió, hacía saltar las chispas de los empedrados al mando de sus caballos, ignorando la llegada del ferrocarril que fue haciendo desaparecer coches y cocheros. Pero no a Isidoro.
El saludo al verlo o llamarlo era “Epa, Isidoro!” y así se llamó la canción que el eterno novio de Caracas, el Maestro Billo, le compuso al querido y famoso cochero quien, según los contemporáneos, al descansar de las riendas mientras aguardaba por algún cliente, tomaba su guitarra y también cantaba de buena gana. Esa canción a Isidoro ha desafiado las décadas y mantiene vigente el recuerdo de uno de los iconos de la Caracas vieja.
El emotivo “Canto a Caracas”
A Caracas la llaman “la Sultana del Avila” y también “La Novia del Cielo”. Son nombres ganados a pulso e inmortalizados en el alma poética y cantarina del venezolano. “Nadie nos quita lo bailao”, dicen por ahí. Vendrán mejores tiempos. Eso lo sabemos los caraqueños.
Mientras tanto y a pesar de las vacas flacas, seguimos cantando, con Billo y con emoción, la última estrofa del “Canto a Caracas”:
Y es que yo quiero tanto a mi Caracas
que solo pido a Dios cuando yo muera
en vez de una oración sobre mi tumba
el último compás de Alma Llanera.
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