Por qué querer con toda el alma
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Necesito vincularme, atarme, echar raíces. Es como si lo tuviera marcado en mi vocación de vida. No me imagino en soledad recorriendo las rutas de la vida, perdido en mí mismo buscando el sentido.
Tengo una tendencia natural a echar raíces, en la tierra, en las almas. Busco un bosque de eternidad entre los árboles del camino. Como a tientas buscando el sentido a todo lo que sueño, busco y deseo.
La necesidad es algo que brota del corazón herido. No todo lo que creo necesitar siempre me conviene. A veces digo que necesito, pero no es necesidad sino dependencia enfermiza.
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Pero otras veces la necesidad es real como necesitar el sueño y el descanso después de un día que me agota. O necesitar la comida después de pasar mucha hambre.
Entonces la necesidad es un grito del alma que en la ausencia ha tejido un deseo de eternidad apenas dibujado con trazos débiles en la arena.
Mi necesidad de vínculos es lo más humano que poseo. Y la independencia que anhelo es algo bueno en sí que sólo es posible si me he vinculado antes.
Soy más independiente cuanto más amo de verdad. Y más esclavo cuando más amo de forma enfermiza, amándome torpemente, de forma egoísta y posesiva.
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Tocar a Dios
Amar significa echar raíces y estar dispuesto después a dejar volar los sueños. Mi abrazo no retiene de forma posesiva. Mi mano suelta lo que sostiene. Y deja caminar solo al que ha amado.
Mi necesidad no es dependencia insana. Es más bien la sed del alma que camina por el desierto. Necesito tocar a Dios en gestos humanos. Y en palabras sostenidas en la voz vislumbrar los deseos de ese corazón eterno que me ama.
Son los lazos humanos lanzados a la tierra para que ascienda por ellos.
¿Cuándo decido que es bueno soltar las amarras que unen el cielo y las aguas de mi océano? ¿Cuándo puedo liberarme liberando para atarme al Dios de mis tardes de invierno?
El vínculo es la cadena invisible que me ata a la vida presente, como una raíz honda que sana todas mis heridas. Cubriéndome Dios con las manos humanas que ha dejado caer sobre la tierra para salvar mi vida.
¿Cuándo es sano cortar? ¿Cuándo seguir sujetando la vida entre el cielo y la tierra? Comenta el padre José Kentenich:
“Si no existe un vínculo real, un vínculo instintivo, no se cumple el sentido del vínculo. Entonces, es exactamente como si yo tocara por un instante al otro y partiera de inmediato hacia lo alto”[1].
No quiero cortar lo humano de mi vida.
Más vínculos
¿Y el riesgo de la enfermedad en un vínculo esclavo y egoísta? El riesgo del amor siempre ha existido. La posibilidad de amar hasta el extremo perdiendo incluso la vida. Así lo hizo Jesús a cada paso. No temo.
“El hombre moderno está tan poco vinculado a las cosas queridas por Dios, que de algún modo tendríamos que acentuar los vínculos, los vínculos locales y personales. El hombre actual tiene que vincularse más a las personas“[2].
Sin vínculos me pierdo por el desierto de una vida llena de hastío.
¿Y los peligros? El alma necesita tocar el abismo y detenerse admirada ante la grandeza de Dios que se hace carne para mostrarme la belleza del amor humano. Para rescatarlo del pecado y de la muerte. Para salvarlo de sus límites esclavos.
Quisiera contar en mi alma sólo vínculos sanos y cuidar los enfermos para que lleguen más alto, al cielo. La carne humana trasparenta a Dios en mi vida, lo hace real y concreto.
Un amor humano incondicional me habla torpemente del amor eterno que desean mis pasos. Ese amor para siempre en el que no hay ocaso.
El amor de abrazos y gestos, de ternura y silencios que contienen un sí definitivo a esa vida que sostienen por un tiempo.
Un corazón vinculado, enraizado, atado a la vida humana. Sin miedo a perder el tiempo, el alma y los sueños. Sin miedo a querer con toda el alma, con toda la vida y para siempre.
Un amor que no quiere pasar de puntillas por la vida que se me confía. Sosteniendo ese lazo humano que Dios me tiende, sin dejarlo a un lado por los temores que se apoderan del alma. Dios me quiere tanto a través de los que amo…
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[1] Herbert King, King Nº 2 El Poder del Amor
[2] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente