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¿Crees que Dios te mira conmovido?

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namtipStudio | Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 18/07/20

¿Será verdad todo lo que escucho, todas las amenazas de un futuro incierto? Cuando caen mis seguros, como en este tiempo de pandemia, todo se tambalea

Quiero mirar al Dios de mi vida. A ese Dios misericordioso al que amo: «Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia, con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende la voz de mi súplica. Grande eres Tú, y haces maravillas; Tú eres el único Dios. Pero Tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí».

Ese Dios bueno me mira conmovido. Me busca, me quiere, es clemente y compasivo. Creo en su misericordia porque la he tocado en mi carne, en mi herida. Sé que no siempre lo descubro dentro de mí, cuando estoy seco, cuando estoy perdido, o el dolor, o el miedo me quitan la paz.

Es por eso por lo que las palabras de hoy me animan a escudriñar mi corazón buscando su verdad, la verdad de su amor que sale a buscarme por los caminos: «El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios».

El Espíritu me ilumina y me ayuda a saber los pasos a dar. No quiero vivir a oscuras en tiempos oscuros. No quiero vivir sin paz en tiempos de guerra. No quiero arrastrarme por la vida sin esperanza en tiempos de sospechas.

En ocasiones puedo sentir que estoy perdido, que no encuentro luz dentro de mí, ni en lo que oigo, ni en lo que veo. En esos momentos de desconfianza puedo caer en la duda y en el miedo. ¿Será verdad todo lo que escucho, todas las amenazas de un futuro incierto? Cuando caen mis seguros, como en este tiempo de pandemia, todo se tambalea.

Tiempos de penurias, de dudas, de inseguridades. ¿Será falso todo lo que vivo, todo lo que amo, todo lo que siento? Me siento herido en este tiempo en el que el P. Kentenich es cuestionado en su verdad, en su integridad, en su valor, en su misión, en su carisma.

Veo cómo esas críticas intentan debilitar mi confianza, horadar mi esperanza, apagar el fuego de mi amor y de mi entrega. Hoy más que nunca producen eco en mi alma las palabras del P. Kentenich: «Dios deja todo a oscuras. Necesita hijos que le den la mano al padre en su camino por en medio de la oscuridad, ¡hijos de la Providencia!»[1].

Se vuelve todo oscuro a mi alrededor y tiembla la confianza. Y quizás me siento débil en mi fe. Yo, que he creído. Que he tenido fe porque he visto a Dios caminar en gestos humanos. No me lo han contado, yo lo he visto. No he visto la perfección en la carne, esa no existe. Ni he contemplado la fortaleza sin límites, sin espacio para la debilidad.

En tiempos confusos el alma se confunde. Cuando caen todos los pilares que sostienen mi vida me duele el alma por dentro. En medio de la pandemia veo la fragilidad de mi salud, la inseguridad económica en la que me muevo, la improbabilidad de todos mis planes.

¿Qué me queda para sostener mis pasos? La fe en ese Dios misericordioso que no se baja de mi barca y no me deja solo. Sigo creyendo como un náufrago en la seguridad de una tierra firme al final de los mares. Sigo creyendo en ese Padre que me dejó un carisma como legado eterno. Sigo creyendo en el poder infinito de los vínculos humanos, que trascienden las fronteras de la carne arraigándome en el cielo.

Sigo creyendo en la fiabilidad de la vida de un fundador al que quiero y sigo. Todo se tambalea en la noche oscura del alma, y las voces duras y estridentes me atormentan. Y entonces elevo mis ojos a ese Dios misericordioso que habita dentro de mi alma. Veo su luz encendida haciéndome testigo de su verdad. Escudriño en mi corazón buscado respuestas.

Y veo signos que me dan esperanza. Como me decía una persona el otro día hablando de estos tiempos inquietos: «He visto que he arrojado piedras a personas que sólo me han regalado amor, perdón y comprensión. He visto que me respondían con cariño, devolviendo bien por mal. He visto que Schoenstatt es Iglesia, hay los mismos pecados y miserias. He visto la pequeñez de los instrumentos y la grandeza de Dios».

Esas palabras me conmueven. No creo en la perfección de los hijos de Dios, sino en su pobreza. Creo, eso sí, en la honestidad de las personas. No dudo de todos. No tiemblo ante la incertidumbre de las verdades que desconozco.

No me alejo juzgando sin conocerlo todo. No apresuro juicios. No busco excusas ni subterfugios. Elevo mi mirada al cielo, al Dios de la misericordia que se me ha hecho presente en rostros humanos que me han reflejado rasgos imperfectos de ese Dios perfecto al que amo.

No me consumo en el miedo a estar en un error, a vivir confundido. Sigo creyendo en el poder de María que en el Santuario educa hijos llenos de Dios, autónomos, capaces de vínculos profundos y verdaderos. No dudo de los errores posibles, de los defectos del alma. No dejo de creer en el poder infinito del amor de Dios que es capaz de sacar lo mejor de mi vida. En eso creo.

[1] Hna Doria Schlickmann, Las luchas continúan, una vida al pie del volcán

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