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José Gregorio Hernández: ¿Coincidencias o “diosidencias”?

JOSE GREGORIO HERNANDEZ
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Macky Arenas - publicado el 23/06/20
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Las sorprendentes coordenadas en que ocurrió el anuncio de que el amado médico venezolano ya está en los altares José Gregorio Hernández, para júbilo del pueblo venezolano sumido en la crisis más profunda de la historia republicana del país, ya es beato. Comentaba el cardenal Baltazar Porras Cardozo, la inmensa significación que tiene para nuestro país este “regalo del Papa Francisco”. El primer laico y el primer médico venezolano se ve flanqueado en su ascenso a los altares por los Corazones de Jesús y María.

Se sabe que la fiesta del Corazón de María fue instaurada por el Papa Pío XII (1944) con un motivo muy específico: para que por medio de la intercesión de María se obtenga «la paz entre las naciones, libertad para la Iglesia, la conversión de los pecadores, amor a la pureza y la práctica de las virtudes». Y otro papa, San Juan Pablo II estableció que no es una celebración opcional, sino que esta fiesta es obligatoria para la Iglesia Universal.

Muchos podrían pensar que el anuncio de la beatificación del doctor Hernández es parte de una programación pensada para hacerla coincidir con el mes en que el venerado médico perdió la vida, hecho que se conmemora cada 29 de junio. Y puede que así haya sido. Pero hay otras coincidencias curiosas. Los devotos las llamarían “diosidencias”, una manera coloquial de decir que se dan porque Dios lo permite.

En una sucesión de anécdotas, todas las intenciones de intercesión mariana del Papa Pacelli se cumplen en la vida de José Gregorio Hernández, a quien la historia de la medicina venezolana bautizaría como “El Pasteur de Venezuela”.

Práctica de virtudes

José Gregorio ha sido llamado “Médico de los Pobres” pues su compasión y generosidad se volcaba, sobre todo, en quienes menos tenían, en los abandonados y olvidados. De hecho, su muerte ocurre en una calle por la que caminaba en ruta hacia una botica para comprar medicamentos a una de sus pobres pacientes. José Gregorio fue la víctima fatal del segundo accidente automovilístico registrado en Caracas.

Como buen médico, su tarea era luchar contra la muerte, curar, y sanar pues lo intentaba tanto en el cuerpo como en el espíritu. Cuentan que un día lo llamó una madre para que viera a su hijo. El Dr Hernández se percató de que no había enfermedad sino pena en el alma de aquél muchacho, quien sólo somatizaba lo que sentía su psiquis. Por todo tratamiento, recomendó que la familia le brindara mayor atención, cercanía y cariño.

Otra anécdota significativa la refiere Andrés Eloy Mendoza en su blog. Es toda una lección de práctica de virtudes para tanta corrupción y descomposición que hoy se ha apoderado de nuestro país:

“En una oportunidad, se trataba de practicar una pequeña intervención a un conocido médico de Caracas. Colegas que le visitaban creyeron poder descubrir los síntomas del tétano. Ya habían resuelto aplicarle una inyección de suero antitetánico. En esas estaban cuando llega el Dr. Hernández y lo examina. Como no detecta más que un temblor nervioso le receta una cucharadita de bromidia, a repetir de ser necesario.  Uno de los facultativos presentes, de elegante porte, que dudaba del diagnóstico del Maestro, recibió de él esta lección: – ‘Eso no es tétano’.  Y éste, quizá pensando que la consabida inyección del suero pudiera haber sido más eficaz, o sucedáneo de la bromidia, le pregunta:

–  Pero bien, ¿qué perderíamos con ponerle la inyección? 

El Dr. Hernández le responde rápidamente y con sobrada autoridad moral, dando una lección que se agiganta con el correr del tiempo:

-Perderíamos honradez; perderíamos moralidad…”

 Libertad para la Iglesia

Corría el año de 1912 y el dictador Juan Vicente Gómez decide cerrar la Universidad de manera indefinida. José Gregorio Hernández, preocupado por los jóvenes que perderían estudios y por las labores de investigación que se verían interrumpidas, consiguió la oportunidad de hablar con Gómez. Ante el temido mandante no ocultó su descontento por la decisión -tomada estrictamente por razones políticas- de cerrar la Universidad. El mandatario, notando su incomodidad, le aconseja no meterse en la política porque ésta es muy complicada. Él le respondió en forma tajante y reivindicando respeto para su fe católica y principios cristianos:

-“Pues vea usted, mi General. A mí no me parece tan complicada. Mi política consiste en servir a Dios a través de la ciencia, porque una ciencia sin Dios, es una ciencia carente de sentido”. 

Hoy, perfectamente podríamos llamar a su gesto una demostración de libertad de conciencia, la base de toda argumentación en favor de la hoy tan vulnerada libertad religiosa.

La paz entre las naciones

El día 29 de junio de 1919 se firmó el tratado de paz de la Primera Guerra Mundial.  Como de costumbre,  el Dr. Hernández se levantó muy temprano y asistió a misa. Según cuenta el sacerdote jesuita Carlos Guillermo Plaza en su escrito “La Inquietud de los Grandes”, esa mañana tuvo el siguiente diálogo con un amigo:

-¿Qué le pasa, Doctor?  ¿Por qué está tan contento?

-¿Cómo no voy a estar contento? ¡Se ha firmado el Tratado de Paz…! La Paz del mundo!  ¿Tú sabes lo que eso significa para mí?

El Doctor sonreía y se quedó un momento pensativo, como dudando si entrar o no, en el terreno de las confidencias; por fin levantó la cabeza, y bajito, para los dos solos, dijo:

-Mira- le dijo – te voy a hacer una confidencia: yo he ofrecido mi vida en holocausto por la paz del mundo…  Ahora solo falta…

Y una sonrisa alegre y presentida iluminó su semblante.

El amigo tembló ante el presentimiento y la casi profecía de su muerte. Ese mismo día ocurrió el fatal accidente cuando un auto lo impactó y perdió la vida.

Nuestro insigne novelista, Rómulo Gallegos, escribió sobre aquél momento: “No era un muerto a quien se llevaba a enterrar; era un ideal humano que pasaba en triunfo, electrizándonos los corazones; puede asegurarse que en pos del féretro del Doctor Hernández todos experimentamos el deseo de ser buenos”. Desde ese instante comenzó la fama de santidad de José Gregorio, que lo acompaña hasta hoy, viajando a hombros de un pueblo agradecido.

Conversión para los pecadores

José Gregorio se volcaba en los más necesitados, es verdad, pero no por ello se negaba a atender a quienes se ubicaban entre los favorecidos en la escala social y, aún, eran cuestionados por su proceder personal o político.

El autócrata gobernante tenía un hermano que se puso muy grave. Era el general Juancho Gómez quien era Vice-presidente de Venezuela. Los más afamados médicos lo trataron sin éxito. Alguien preguntó por qué no se había llamado al Dr José Gregorio Hernández. Los hechos ocurrieron como sigue:

“-¡Se Muere Juancho Gómez! ¿Por qué no han buscado al doctor Hernández para que lo salve?

– Respondió el tirano: “¡Carajo pues, y qué esperan para buscarlo!”

-Mi General, el Doctor Hernández no se encuentra, esta fuera de la ciudad.

-¡No me importa. Lo encuentran!

Lo fueron a buscar y el General Pimentel, enviado de Gómez, se sorprendió al verlo en consulta, atendiendo a gente muy pobre.  El diálogo fue así:

-“Doctor, el General Juan Vicente Gómez le necesita”.

El Doctor respondió:

-“Lo siento, pero ahora no puedo, contestó consultando su reloj, a un cuarto para las cuatro termino. No puedo dejar mi consulta de esta gente humilde” .

El General Pimentel recorrió con la vista toda la sala de espera, llena de viejecitas rugosas y pobres enfermos. Para él algo pintoresco. Pensó en cómo se las arreglaría para contárselo al General Gómez. Palideció al imaginar la reacción del jefe. Pimentel Tocó nuevamente la puerta y le dijo:

-“Es que es urgente, Doctor”.

El Doctor Hernández Respondió:

-Pues… ¿qué pasa?

-“Juancho Gómez, se está muriendo”…

-¡Ah!, eso es otra cosa…

No hizo falta decirle más, enseguida se puso de pie buscó su maletín y fue a su auxilio. Había que salvar una vida sin importar si era el hermano del Benemérito ( como los adulantes llamaban al dictador) o la vida del viejito más menesteroso de la ciudad. Su atención para con todos siempre fue la misma, ya que en cada uno de ellos veía reflejado el rostro de Cristo.

Amor a la pureza

José Gregorio tenía una fuerte vocación religiosa. En un principio quería ser monje y se fue a Italia en 1908, donde entró en la comunidad de Certosa di Farneta, en la provincia de Lucca. Sin embargo, tuvo que volver a casa por razones de salud.

Otra de las grandes coincidencias es que esa cartuja es la misma en la que ingresaría, años después, el célebre obispo venezolano Salvador Montes de Oca, también esperando por subir a los altares por haber ofrendado su vida como mártir al negarse a renegar de su fe. Fue salvajemente torturado y asesinado por los fascistas durante la II Guerra Mundial junto a otros monjes de ese monasterio.

Ferviente devoto de la Virgen del Carmen, seguros estamos que Ella inspiró su firme amor por la vida de entrega a Dios y la ofrenda de su castidad que siempre lo acompañó, aun habiendo dejado la vida monacal que intentó llevar y de vuelta a su trabajo como médico en Venezuela. De hecho, sus últimas palabras, al ser atropellado por el auto, fueron: “¡Oh, Virgen Santa!”.

Y no faltará quien relacione la llegada de José Gregorio a los altares conjuntamente con una religiosa italiana cuyo martirio fue reconocido al ser asesinada, también por odio a la fe, durante un ritual satánico en el 2002. Tiene mucho que ver con el trabajo de sanación que Venezuela está pidiendo a nuestro doctor: que aleje los rencores para abrir paso a la reconciliación. De todos es sabida la penetración de las sectas y los rituales paganos en un país donde la prédica del encono y la división han sido constantes durante las últimas dos décadas. Sobre el ambiente se siente una pesadez y pesadumbre que ha comenzado a quebrarse desde el feliz anuncio de la beatificación. Al menos en el corazón de la gente.

¿”Diosidencias” o coincidencias? No lo sabemos. Lo que sí es seguro es que, luego de 71 años y miles testimonios de favores y milagros por su intercesión registrados por la oficina de su Causa en Caracas, un milagro fue reconocido y este pueblo lo tiene en los altares. Es el médico que nos inyecta fe y esperanza.  Es nuestro santo que jamás pasa de moda.


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