¿Qué nos dice la Filosofía y sus hijos sobre la pandemia y el confinamiento?
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Cuando se encontraba desconsolado y encerrado, tal como se hallan ahora tantas personas, la serena figura de la Filosofía visitó a Boecio. Ya que toda ayuda ha de ser bienvenida, en medio de la pandemia que padecemos, también aquí reivindicamos sus consejos.
Así, lo primero que nos recomienda la Filosofía consiste en que imitemos a sus hijos, los filósofos y busquemos con sinceridad el conocimiento, a través especialmente del aprendizaje que versa acerca de nosotros mismos.
En concreto, los sabios animan a que nos hagamos plenamente conscientes de nuestro propio ser, al modo socrático o agustiniano. Lo que, en estos momentos, incluye sin duda cierto rasgo incontestable y dual de la humana naturaleza: nuestra vulnerabilidad e interdependencia.
Algunas presunciones modernas, de corte materialista y positivista, han llevado a incurrir a sujetos y sociedades enteras en un ingenuo espejismo: el de lo ilimitado de nuestra ciencia y lo invencible de su poder.
Sin embargo, como la enfermedad revela cada día, ni lo sabemos ni lo podemos todo, nuestro conocimiento y capacidad son limitados, pues lo somos nosotros mismos. Tampoco resultamos independientes.
Los humanos constituimos unos seres frágiles y expuestos, que se afectan los unos a los otros. Ahora bien, en ello cabe también hallar una honda belleza, ya que esta misma interconexión, que incrementa nuestra vulnerabilidad global, por vía del contagio expansivo del mal, contribuye a la vez a que logremos combatirlo mejor. Esto, a través de su apelación a la colaboración entre las personas, organizaciones y naciones.
Nuestros lazos nos acercan en ocasiones peligrosamente, pero esto debe verse asimismo en un sentido constructivo: cooperemos resueltos frente a la pandemia, sin individualismos, nacionalismos, corporativismos vanos.
La segunda pauta que reclaman de nosotros los filósofos, en esta auténtica guerra mundial contra el coronavirus, es la de la responsabilidad, o incluso más: la de la “co-responsabilidad”.
Nadie ha de pensar ni actuar, en este contexto de fragilidad compartida, de espaldas a su propio deber. Lévinas, desde su ética orientada por el rostro vulnerable del otro, enseñó que cada persona resulta insubstituible e irremplazable en su obligación ante la apelación menesterosa del prójimo.
Nadie puede cumplir por nosotros nuestra responsabilidad, pues esta lisa y llanamente no es transferible. No lo olvidemos, justo en este histórico momento en el que los deberes cívicos, esos pilares sociales que Cicerón reivindicó, tienen que entretejerse inextricablemente.
Cada cual, y ningún otro en su lugar, está llamado a responder –de este verbo proviene el término “responsabilidad”- a la llamada al compromiso que la situación exige.
Mayores y jóvenes, profesionales de la salud y autoridades, medios de comunicación y familias, ciudadanos de toda condición, usuarios entrelazados por las redes sociales, nadie está exento de su parte alícuota de responsabilidad.
Quien no atiende vigilante su papel, rompe la muralla que protege del adversario y le abre la grieta a través de la cual dañará a la ciudad entera. Todos participamos, en este sentido, de esa crucial función de centinelas de la polis descrita por Platón en su República.
En tercer lugar, la Filosofía siempre nos instruye en el arte de extraer algo positivo hasta de las situaciones más difíciles, gracias a una actitud de humilde aceptación y reflexión. Esto, ya sea al modo clásico del estoico Séneca o al más reciente de Frankl y de sus análisis acerca del hombre doliente y su búsqueda de sentido ante el sufrimiento.
Por ello, tomémonos este trago filosóficamente, en el confinamiento o entre las restricciones que nos cercan. Unámonos en los valores éticos y en el hermoso vigor de su objetividad o universalidad, que Hildebrand y Méndez han mostrado.
Ante todo, de la avalancha anónima de cifras de afectados, rescatemos el valor único e irrepetible de la persona, el que existe detrás de cada uno de esos implacables números, el que Kierkegaard, Wojtyla, Polo y Spaemann siempre defendieron.
Ello, por medio de esa sensibilidad fraterna de nuestra razón-cordial como gustaba decir María Zambrano o a través de nuestra inteligencia-sentiente según la expresión zubiriana.
No caigamos en el error del desaliento quejoso ni en el zaherir nuestras relaciones mutuas sino, al contrario, seamos delicados y cuidadosos, esforcémonos por ver lo bueno que cabe derivar de este período.
Estamos juntos o solos, de improviso, mucho más tiempo del que habíamos previsto, y la huida de este hecho resulta espuria. Desarrollemos lo fecundo de esa creatividad relacional que López Quintás ha explorado.
Obremos con discernimiento y cautela, pues nuestros vínculos son tan vulnerables y fértiles como nuestra salud física, según reveló Kentenich, y ella también los precisa.
En cuanto al miedo y su contra-partida, aquí crucial, la valentía, acertemos a vivir desde el dorado justo medio de la virtud, al modo aristotélico: sin incurrir ni en la cobardía ni en la osadía del imprudente que se convierte en temeridad (un vicio a evitar a toda costa en este pandémico escenario).
Recordemos que no habrá victoria sin el indispensable concurso de la verdad. La verdad ha de ser conocida y difundida, compartida, en aras del bien común. Pues no hay amor ni querencia auténtica del bien sin verdad, como enseñaron el de Aquino y recientemente Benedicto XVI. Por eso, no permitamos que las mentiras o falacias, los intereses ideológicos, partidistas, obstruyan el camino hacia ella.
La verdad sobrevive, de hecho, en cierto modo, incluso al propio ser humano, como advirtió Steiner al término de su Nostalgia del Absoluto.
Y, a propósito de esto, tampoco renunciemos al cálido y profundo aliento de lo espiritual, en este combate común contra la pandemia. Los filósofos-médicos –desde Hipócrates a Laín o Marañón, pasando por Averroes, Maimónides o Huarte de San Juan- nunca han cesado de atender de un modo integrador a nuestra inescindible unidad corpóreo-espiritual.
Sabia y lúcidamente tenemos que vivir este convulso paso. Para ello, la Filosofía dio a los humanos, a través de su ya citado diálogo con Boecio, un postrer consejo: “(…) elevad vuestros corazones en alas de la más firme esperanza; que suban al cielo vuestras humildes oraciones”.
Javier Barraca Mairal, profesor titular de Filosofía, URJC