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Dios viene a por ti

POMOC

Lesterman | Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 19/04/20

Estás a salvo, ¡déjate abrazar y contagiar por su pureza!

Me gusta celebrar en este domingo de la Divina Misericordia a ese Dios misericordioso que sale a buscarme y se inclina sobre mí. Hoy rezo:

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia. Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó; el Señor es mi fuerza y mi energía, Él es mi salvación“.

Dios Padre rescata a su hijo de la muerte y le da la vida. Tiene misericordia y lo salva de la muerte. El amor es más fuerte que el odio y vence. Jesús hoy también me muestra que la misericordia es más fuerte.

Hoy vuelve a buscar a Tomás. Vuelve a mostrarle su misericordia, a salvarlo de sus llantos y complejos, de sus miedos y sentimientos de debilidad.

ressurection, st thomas
Wikimedia Commons

Me gusta este Dios que se abaja sobre mí y me salva de mi angustia. La infinita misericordia de Dios me quiere a mí tal como soy.

Normalmente tiendo a esconder mi pecado buscando que me acepte Dios y me quieran los hombres. Me siento como el que esconde su lado feo, su oscuridad para que nadie la vea.

Muestro lo bello que hay en mí ante los hombres y también delante de Dios. Me cuido mucho de esconder mis defectos y guardar mis imperfecciones para no ser rechazado.

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Luis Cortes/Unsplash | CC0

Busco la aprobación. Es el sentimiento que me acompaña siempre y no logro cambiar la imagen de ese Dios que tengo grabado en el alma.

¿Cómo voy a imaginar a un Dios que se conmueve y me besa emocionado cuando llego hasta Él cargado con mi pecado, con mi impureza? ¿Cómo voy a esperar una fiesta después de mi traición?

Me cuesta tanto cambiar esa imagen que llevo muy dentro. Pero, al mismo tiempo, ¿acaso no tengo grabado en el alma el abrazo de mi madre después de una caída, de una desobediencia, de un pecado?

Su mirada comprensiva siempre me habló del amor de Dios en mi vida. Ella es mi primera experiencia cristiana, mi primera salvación. Su corazón maternal me ha llevado al corazón de Dios. En ella era donde cabía yo entero, impuro, sucio, pecador.

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Shutterstock | Yuganov Konstantin

Toda mi vida he luchado por mirar así a Dios, como un Dios Padre lleno de misericordia. Quiero creer en su Divina misericordia.

Me olvido de ese miedo mío al castigo o a defraudar a quien me ama cuando caigo y no estoy a la altura. Quiero creer en ese Dios que me abraza, me espera, sale al camino a buscarme, a recuperar mi alma perdida, a sanar mi herida.

El otro día leía una reflexión deCarmen Bernabé:

“El Dios del Templo es un Dios que no se parece en nada al Dios de Jesús. El Dios de Jesús no se queda encerrado, protegido por esos círculos de pureza. Sale a buscar lo que está perdido, lo que está caído, lo que es débil, lo que está herido, para cuidarlo, para incluirlo. La idea de Jesús es que la impureza no se contagia sino la santidad. Se contagia la vida. La vida no se encierra en el templo, sale a buscar lo que está amenazado para darle vida”.

Me gusta ese Dios que sale a buscarme. No se queda protegido, guardado, reservado, disponible sólo para los puros, para los que no cometen faltas ni pecados, para los que viven siendo fieles a todos los mandatos aspirando a esa perfección imposible para el hombre.

El Dios en el que creo, el Dios de Jesús, no es un Dios que se guarda para no contagiarse de mi pecado y de mi impureza. Todo lo contrario.

El Dios de Jesús es un Dios que sale a dar su vida, sale a contagiar su santidad. Eso me gusta. La santidad se contagia más que la impureza.

A veces pongo barreras para que no me contagien los otros, para que no me haga daño su pecado, para que su compañía no me hiera ni manche mi fama.

Y vivo cuidándome, estableciendo círculos que los impuros no puedan atravesar. Pongo barreras, me aíslo. No me gusta esa Iglesia protegida que no se accidenta pero que no sale.

He convertido mi Iglesia en un club de puros y perfectos, de santos sin mancha, de cumplidores de todos los mandamientos, de almas intocadas por el pecado. No es así.

En la fiesta de hoy justamente celebro que Jesús sale a buscarme cuando me alejo de Él herido por mi orgullo, sucio por mi pecado, impuro por mis pensamientos que no son santos.

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Sale a buscarme para decirme que me quiere con mi pecado, porque es parte de mí. Es un tumor que me enferma y a la vez forma parte de mí. No me lo puedo arrancar, no puedo negar su existencia.

Soy yo con lo bueno y lo malo que tengo. Con mis defectos y virtudes.

Pienso en esa debilidad que es la raíz de todos mis pecados. Ahí me reconozco una y otra vez como pecador débil. Me veo cayendo por la misma cuesta en pendiente cada día. Y no logro rehacer el camino de regreso a casa. José Antonio Pagola escribe:

“Es la misericordia y no la santidad el principio. Dios es grande. No porque excluya. Sino porque incluye a todos. No es la propiedad de los buenos. Abraza y acoge. Nos pide que reproduzcamos la misericordia de Dios”.

Sueño con ese Dios que sale en mi búsqueda para hacerme sentir amado como soy. La misericordia de Dios me salva, me levanta. Me hace reconocerme hijo, de nuevo en casa, a salvo con mi Padre.

Soy hijo de Dios, eso me salva. Me quiere como soy, en mi pobreza. Me acepta con mi pecado.

Pero no le hace daño mi fragilidad, sólo me hace daño a mí. Yo no mato a Jesús en la cruz. Mi pecado no le decepciona. Simplemente le duele mi dolor. Y quiere que mi vida sea plena. Sabe que puedo ser más feliz de lo que soy ahora.

Y para ello necesito dejarme amar y querer en mi pobreza. Sin su misericordia no puedo levantarme.

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