El Jesús que resucita ante mis ojos no me quita la cruz, más bien la convierte en puerta al cielo
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Me gusta la luz de la Pascua. El camino que se abre en medio de la noche hacia el amanecer. La luz que supera la oscuridad. La alegría hecha de sonrisas después de tantas lágrimas. Jesús se detiene ante aquella a la que ama:
“Mujer, ¿por qué lloras?”.
Me mira a mí, a quien también ama, y me pregunta lo mismo. ¿Por qué lloro? Y yo le digo:
“¿Pero es que no ves tanto dolor? ¿No ves las personas que han muerto, las que sufren aisladas en su enfermedad, las que han perdido su trabajo y no tienen un futuro fácil? ¿No ves que todo esto nos ha cambiado la vida?”.
Y Jesús me mira a los ojos. Me mira muy dentro. Allí donde no llega mi vista porque no me veo y no soy capaz de mirar tan hondo. Me mira en mi verdad, en mis miedos más profundos. Y pronuncia mi nombre muy quedo:
“¡María!. Ella se vuelve y le dice: – ¡Rabbuní!, que significa: – ¡Maestro!”.
Basta con que pronuncie mi nombre para calmarme. Lo reconozco en seguida.
María había escuchado su voz tantas veces. No supo reconocerlo antes porque no lo esperaba. No estaba buscando a Jesús vivo, lo buscaba muerto.
Ese podía ser el jardinero. El responsable de la ausencia de un cuerpo muerto. Pero escuchar su nombre lo cambia todo.
En este tiempo en el que no tengo brazos para abrazar, manos para acariciar, labios para besar. En este tiempo en el que mi cuerpo guarda sanas distancias prudentes, me sigue quedando la voz.
Esa voz que basta para expresar el amor más verdadero. El tono de mi voz, la caricia de mi voz. Mi voz puede alentar o desanimar. Puede enaltecer a los hermanos o hacerles ver su pobreza. Mi voz es tan poderosa.
Es la voz que usa Dios para llegar a otros. O la voz que no sirve para conducir a Dios. ¿Cómo son mis palabras en estos días de Pascua? ¿Cómo es mi voz que busca el encuentro?
Las redes sociales le han dado en este tiempo una gran importancia a la voz. Me comunico con mi voz. Es la que despierta esperanza y me hace descubrir a Jesús vivo.
María en ese encuentro, de rodillas ante Jesús resucitado, quiere retenerlo. Pero no puede ser. Tiene que subir al Padre, está de paso. Ha resucitado para la vida eterna, no como Lázaro. Le pertenece ya al cielo.
Jesús pasa ahora entre los suyos, no se aparece a todos, sólo a los que más le aman. Y los llama por su nombre. Jesús viene a verme en Pascua, sale a mi encuentro y pronuncia mi nombre.
Tiene la aparición algo de misterio. Yo quiero ser capaz de descubrir a Jesús vivo. ¿En qué apariencia está ahora oculto? Pienso en las lágrimas de María. Pienso en su dolor hondo. Pienso en mis lágrimas. ¿Por qué estoy llorando?
Tengo tristezas profundas. Sé de dónde viene el dolor que tengo. Quisiera que Dios enjugara mis lágrimas y calmara mis penas.
Quisiera que ahuyentara de mí todos los fantasmas y me llenara el corazón de esperanza. Decía hace poco el Papa Francisco en medio de esta pandemia:
“Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida y entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor”.
Jesús no viene a eliminar todos los obstáculos de mi vida. No se encarna en mi piel limitada para que mi vida de cristiano sea más fácil, más liviana, sin problemas, sin tribulación. No me libra de la cruz como a mí me gustaría.
Yo quisiera caminar por caminos de luz, sin cruz, sin dolor, sin muerte. Yo quisiera vivir sin esta enfermedad que ahora lo paraliza todo. Yo quisiera no tener motivos para el llanto, sólo para la risa.
Pero el Jesús que resucita ante mis ojos no me quita la cruz. Más bien la convierte en puerta al cielo, trampolín que me lleva al paraíso.
Me gusta pensar en todo lo que Dios me regala. Olvidar un poco lo que me pesa y angustia. Y descubrir su luz en medio de mis noches.
Me gustaría abrazar a Jesús como fruto de esta Pascua que llena el corazón de alegría. Yo quisiera retenerlo de rodillas, a sus pies, Jesús conmigo. Igual que quiero guardar esos momentos mejores queriendo que no se acaben y duren eternamente.
Pero Jesús sólo pretende que no desfallezca mi fe, que confíe en su presencia a mi lado. ¿Acaso no pronuncia mi nombre al oído para decirme que no estoy solo? Sí, lo hace. Y yo lo escucho.
Ha venido a mi vida para que me dé cuenta de su presencia. Está conmigo y no me va a dejar nunca en medio de las sombras que hoy me turban.