En la pandemia de coronavirus y en cualquier circunstancia de la vida podré perder muchas batallas, pero Él me garantiza la victoria final
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En la vida me cuesta tanto obedecer… Hacer lo que otros me piden. Cambiar mis planes por otros planes distintos. Aceptar que eso que me exigen tiene sentido, aunque yo no lo vea.
No me cuesta mucho hacer algo cuando yo también lo veo claro, cuando creo en ello. En ese momento tiene todo un sentido y parece fácil obedecer a otros.
Pero obedecer sin entender, sin estar de acuerdo, sin comprender el sentido último de lo que me piden, ¡cuánto cuesta! La obediencia seca y dura tiene exigencias y renuncias que duelen en el alma. Todo eso es lo que más me cuesta.
Aceptar que Dios me habla a través de una orden, de un mandato incomprensible, de una prohibición que me duele. Me marcan un camino que yo no deseo, porque no es el que pensaba recorrer.
Cambiar mis planes es muy difícil, por mi rigidez mental. Inicio una nueva senda y me siento forzado a ello. Obedecer duele. Dejar mis planes.
Quizás he pensado que el sentido de la vida es prosperar, llevar una vida cómoda, salir del paso a circunstancias difíciles.
Me he acostumbrado a tener de todo, y siempre, y poder hacer lo que yo quiero. Sin límites a mis pasos y a mis deseos. Sin límites forzados por ninguna enfermedad contagiosa. Me he acostumbrado a que todo salga bien. El otro día leía en un artículo de José F. Peláez:
“Nos hemos acostumbrado a que la prosperidad era exigible, que tenemos derecho a Instagram, a un móvil, a una renta garantizada. Nos hemos creído que la muerte no existe, que lo normal es vivir, disfrutar de una vida larga, segura, feliz y próspera”.
Sí, me he acostumbrado a decidir, a salir, a hacer. Me he habituado a controlar el futuro sin cambios previsibles. Un día igual al otro. Un mes como el siguiente, o mejor.
Y súbitamente se para la vida y todo es incierto. Llueven lágrimas y dolor. Y todo parece oscuro. Un futuro lleno de nubes. Una noche que parece no amanecer.
Pero ¿acaso ha vencido alguna vez la noche al amanecer? Una médico me comenta:
“En estos días Dios me hace ver lo frágiles que somos y lo efímero de nuestra vida. Y eso me hace valorar todas las alegrías que el Señor me ha dado. Mis hijos, mi salud, mis dos manos para trabajar para poder acompañar a quienes se van y a sus familias. Dios es generoso y fiel. Intento ver en cada persona que pone delante de mí, la bondad y la fidelidad de Dios. Y rezo y lloro la pérdida, la mía y la de mis pacientes, y sigo adelante. Y espero que haya un mañana más luminoso. En medio del dolor de tantas personas. Él nos sana. En medio de mis problemas personales, que no son nada comparado con el dolor que estoy viendo, me doy cuenta lo fácil que es caer en la dinámica de mirar sólo hacia nuestro dolor y no ver más allá. Estoy cansada de llorar, de esperar, de soñar con una vida que no será. Estoy cansada de centrarme en mi dolor y perderme a mí misma. Quiero seguir adelante, por mí, por mis hijos, porque sé que Dios quiere que lo haga. Y rezo y lloro. Y confío”.
Me conmueve su mirada. Me he acostumbrado a tenerlo todo. A usar la vida y tirarla a un lado cuando la agoto, cuando ya no me da nada.
Me he acostumbrado a abrazar sin ganas, a saludar sin énfasis. Me he acostumbrado a vivir mis días sin pasión, sin fuerza. La rutina bendita, o maldita, depende de mi mirada.
Me he acostumbrado a contar con el hoy, con el mañana, con la vida de los que quiero. Me he acostumbrado a vivir de una manera y no deseo la obediencia.
No puedo salir de casa. No puedo saltarme las distancias que me separan de mi hermano. Ni tocar, ni vivir la ternura. Me he acostumbrado a tantas cosas que ahora me faltan.
Y me queda sólo lo importante entre mis dedos, lo que de verdad vale, lo que cuenta.
En medio de la incertidumbre de la noche corro el riesgo de perder la alegría y llegar a pensar que mi vida ahora no tiene sentido.
Corro el peligro de creer que todo volverá a ser igual, o tal vez no, ya no importa. Comienzo a darme cuenta del valor de las cosas verdaderas. La amistad más pura, el vínculo de sangre que es un abrazo, el afecto expresado, no guardado.
Y aprecio que hay un Dios escondido detrás de todo esto.
No como ese Dios culpable al que poder increpar cuando no me sonría la suerte. Sino como ese Dios amigo, peregrino a mi lado, Aquel que me mira sufriendo en mi dolor, conmovido en mi angustia.
Ese Dios que necesita mi mirada para seguir mirándome. Y busca mi abrazo silencioso. Ese Dios que quiere que no desfallezca nunca, que persevere, que agradezca siempre, que luche hasta dar mi último aliento en una guerra que nunca termina.
Podré perder muchas batallas, pero Él me garantiza la victoria final, eso me sostiene. Me quedo con lo realmente importante. Dejo de dar por hecho que siempre estarán mis seres queridos para celebrar la siguiente fiesta.
No cuento con el mañana para vivir tranquilo el presente. Quizás Dios me está haciendo ver ahora que lo único que tengo entre mis dedos es el momento, el aquí y el ahora, las sonrisas que doy, las que recibo.
Me hace ver que las palabras que me guarde nunca más serán dichas. Y los abrazos que evite nunca más podré darlos. Me está haciendo ver que no puedo contar con lo que no poseo y no puedo dejar de dar gracias por lo que ya he vivido.
Porque nada es seguro ni evidente. Ni la salud que hoy poseo. Ni la vida que hoy disfruto. Ni las personas vivas a mi lado. Todo es efímero. Todo pasa.
Y miro conmovido a ese Dios que hoy me mira en mi renuncia. Me sonríe, para que confíe, para que luche.