Luchó toda la vida por superar problemas personales, hasta que escuchó cantar a unos monjesSimone Weil murió enferma en 1943 a los 34 años, el mismo año en que escribió su última obra. A lo largo de su breve vida, escribió muchos ensayos y libros teológicos, aunque no resultó muy reconocida.
Todo cambió durante las décadas siguientes. Escritores famosos descubrieron su obra, como T. S. Eliot, quien la describió como “una mente brillante y un alma excelente”. Una gran alabanza que, quizás, Weil habría tenido dificultades para aceptar en vida.
Nació con una discapacidad física que le afectaba a las manos y, a menudo, se deprimía por lo que consideraba su mediocridad.
Para mí Simone Weil es como una amiga. Sufro de hipersensibilidad y depresión y, cuando de joven adulto descubrí sus escritos fue como su hubiera encontrado a alguien que, por fin, me entendía de verdad.
Con el paso de los años, he llegado a sospechar que este sentimiento no es exclusivo. Todos nosotros tenemos una vida interior rica que nos hace ser quienes somos pero que también es causa de no poco sufrimiento. El pasado se aferra a nosotros sin importar lo mucho que queramos dejarlo atrás.
Los pequeños errores y las acciones que se dejaron sin hacer generan confusión y los malos hábitos y los rasgos de personalidad embarazosos nos mortifican. Pensamos en ellos, nos preocupan y, a veces, la culpa nos abruma.
Para el mundo exterior, presentamos un revestimiento plácido y sereno, pero si alguien toca por accidente un punto secreto doloroso, quizás sobrerreaccionemos a la defensiva.
Sin embargo, debajo de toda la fachada, cada persona es un universo, un alma compleja y hermosa que no puede definirse o entenderse por completo.
Y es aquí donde la obra de Simone Weil me parece de tanta ayuda. Weil no explora simplemente el significado de lidiar con la inquietud interior debida a inseguridades o defectos, sino que también descifra el secreto de cómo empezar a superarlos.
La manera en que descubrió el camino hacia adelante para sí misma es algo notable y en absoluto lo que yo esperaba. Normalmente, cuando escuchamos hablar sobre superar malos hábitos y realizar cambios vitales positivos, hay un método, una serie de pasos prácticos hacia la consecución de un objetivo. Consejos así pueden ser útiles, pero no son en absoluto el tipo de camino que Simone Weil tenía en mente.
Cuando escuchó el cántico de los monjes
Toda su vida luchó por superar sus problemas personales, hasta que escuchó cantar a los monjes de un monasterio.
Su salud había empezado a fallar, así que pasó seis meses con los monjes de Solesmes, en Francia, para descansar y recuperarse.
Durante su estancia, iba a la capilla y escuchaba cantar a los monjes. Día tras día, se sumergía en la belleza y la calma de las oraciones cantadas.
Si alguna vez escuchaste estos cánticos litúrgicos, podrías describir el sonido como místico, de otro mundo. Las voces ondulan suavemente y suenan distintas a cualquier otra música terrenal.
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A medida que Weil les escuchaba, el cántico se abría camino hasta su médula ósea. Ella se percató de que cada vez se sentía más en paz, que sus malos hábitos de cuestionarse a sí misma y ahogarse en su baja autoestima estaban desvaneciéndose. ¿Por qué? Porque había aprendido el valor de la atención.
Weil escribe: “[Debemos] tratar de enmendar los errores por medio de la atención, y no por medio de la voluntad”.
Lo que quiere decir es que cuando intentamos solucionar nuestros defectos a través de la pura fuerza de voluntad, de “tensar los músculos o apretar los dientes”, el esfuerzo está destinado al fracaso.
La fuerza de voluntad puede funcionar durante un tiempo, pero, tarde o temprano, el esfuerzo es agotador y el estrés resulta en un colapso total de la voluntad.
Algo parecido sucede cuando una persona que quiere ponerse en forma quizás se entrene intensamente durante una o dos semanas, levantándose al amanecer para correr y yendo al gimnasio después de trabajar, pero luego la fuerza de voluntad para hacer ese esfuerzo se consume pronto y el esfuerzo fracasa.
El arte de prestar atención
Es mejor, dice Weil, practicar el arte de prestar atención. Por atención se refiere a fijar nuestra mente en las cosas buenas y bellas y empaparnos de ellas.
Escuchar cantar a los monjes, sentarse en el patio con una taza de café para observar las nubes flotar lentamente por el horizonte o ver jugar a un bebé. Estas actividades quizás parezcan inconexas pero su valor está en que incrementan nuestra energía y nos acercan a la bondad básica de la vida.
Con el tiempo, la atención centrada en lo que es bueno y bello nos ayuda a configurar deseos que son puros. Una persona que desea ponerse en forma quizás descubra que lo cierto es que le encanta salir de paseo por la mañana. Visto así, el deseo no es machacar el cuerpo sometiéndolo a un ejercicio agresivo, sino moverse físicamente por puro disfrute.
Otro ejemplo: yo mismo, como cualquier otra persona hipersensible, me beneficio enormemente de ejercitar la atención porque me saca de mis propios pensamientos un tanto egoístas sobre mis propias necesidades y deseos. Me permite tomarme un descanso de mí mismo y acumular energía positiva.
Así es como podemos crear un cambio duradero, no a través de un programa o una metodología y ciertamente no a través de la fuerza de voluntad, sino prestando atención.
La trayectoria de Simone Weil cambió por completo durante su estancia en el monasterio de Solesmes y leer sobre su experiencia me puso en el buen camino para dejar de malgastar energía, empezar a prestar atención y entender que la vida es mucho más que un diálogo interno sobre mis fracasos personales.
Para Weil, se trata sencillamente de una cuestión de dedicar tiempo a mirar alrededor y absorberlo todo.