El amor genérico es más limpio pero… no es amor
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Entre el cielo y el suelo se mueven mis ansias. Entre el límite infinito del sol y el aire y mi capacidad para asumir las deficiencias propias de mi naturaleza herida.
Y en medio de mi pobreza vuelvo a constatar una verdad sencilla: la vida que no se da, se pierde. El abrazo que no sucede me deja helado. La palabra no dicha se vuelve silencio ahogado. Y el recuerdo olvidado deja vacía el alma.
Entre el cielo y el suelo suceden mis días con la lentitud pasmosa que marcan las agujas de mi reloj de bolsillo. Uno tras otro. ¿Acaso no importa que el tiempo pase?
Las horas que ahora tengo por delante, los planes y desafíos. Todo se desliza entre los dedos, corriendo por mis pasos hacia el pasado. Y yo me detengo a contemplar la vida, en silencio. Y lo hago dejando a un lado el camino.
Sé que no quiero perder el tiempo. Las palabras dichas se las lleva el viento. Y las reflexiones profundas del alma se guardan para siempre. Quedan los hechos concretos, la vida amada. El amor hecho carne, y no poesía. Aunque un verso ilustre mejor lo que el alma siente.
Pero los hechos, las renuncias, los abrazos y la fidelidad callada es lo que al final queda. No las promesas y las buenas intenciones. No las teorías y sueños de amar a la humanidad entera.
Yo quiero ser de Dios y de la carne, del suelo y del cielo. Y que no me pase lo que leía el otro día:
“Como no tienen la fuerza y la gracia de ser de la naturaleza, creen que son de la gracia. Como no tienen el valor de pertenecer al mundo creen que pertenecen a Dios. Como no tienen el valor de ser de uno de los partidos del hombre, creen que son del partido de Dios. Como no son del hombre, creen que son de Dios. Como no aman a nadie, creen que aman a Dios. Son los teóricos del amor universal, a toda la humanidad, y con el fin de no comprometerse con afectos y rostros concretos”.
Puede pasarme como sacerdote que quiera amar a la humanidad entera sin sufrir por nadie. Que mire conmovido las muertes de seres lejanos y pase de puntillas por la vida de los que me rodean. Sin preguntar, sin detenerme. Sin acompañar, sin cuidar la vida concreta de cada uno.
Es cierto que amar supone involucrarse, dejarse tocar y perder el tiempo. Exige renunciar a mis seguridades y no querer siempre proteger mi mundo, mi espacio.
Amar en genérico tiene sus ventajas. Me vuelvo inmune a los nombres concretos. No son necesarios porque amo en general, a todo hombre. Y amando a todos no amo a ninguno en concreto. Casi que no es necesario.
Miro a Jesús escribiendo sobre la arena mientras una mujer suplica en silencio que salve su vida. Una vida concreta. Desconocida.
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Podía seguir amando en genérico. Amar en concreto suponía salvar la vida de una mujer y exponer la propia. El amor concreto es de alto riesgo. Me saca de mi comodidad y me coloca en el centro de las críticas y sospechas. De los comentarios y los miedos.
El amor en general salva mi fama, mi nombre, mi imagen. Me guarda. Pero sé, no sé bien cómo, que si no amo en concreto a los hombres tampoco amaré con un amor personal a Dios. Decía el Padre Kentenich:
“Sólo unos pocos pedagogos vislumbran, cuán débil y raquítico es el amor personal a Dios, también en almas femeninas religiosas. La razón, entre otras, es y permanece siempre la misma. El amor a Dios no radica con suficiente profundidad en el amor al prójimo, religiosamente anclado; y por eso no es resistente en las crisis y cargas de la vida moderna”.
Un amor a Dios desencarnado es un amor de ideas, de pensamientos piadosos, de palabras poéticas llenas de fuego, de ensoñaciones bonitas que intentan sacarme de mi pobreza.
Pero el amor de Dios se encarna. Y el rostro de Jesús deja de escribir sobre la arena y perdona en público a una mujer concreta mirándola a los ojos.
Salva a una persona que ha cometido un pecado público. Y su mirada hacia ella la perdona. Su amor la levanta. Es concreto, es personal, es humano.
Mi amor no puede ser genérico. Porque corro el riesgo de no ser sacerdote sino funcionario. De no ser pastor sino ideólogo. Encargado de actividades y no hombre de Dios entre los hombres.
Corro el riesgo de escribir libros sin alma cuando mi alma no ama en lo concreto. Y levantar teorías como muros que separan a Dios de los hombres y a los hombres entre ellos.
Es más pulcro el amor que no se embarra, que no se acerca, que no se abaja. Es más puro, más limpio como teoría abstracta.
Pero no es el amor de ese Dios hecho carne que vertió su sangre por amarme en serio. Por amarme a mí con mi nombre, con mis deficiencias, con mis pecados. Amarme a mí en concreto, no a todos los hombres con un amor genérico.
Es personal ese amor de Dios que me levanta y sostiene cada mañana. Para darme la vida. No es una teoría. Es un amor hecho carne.