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El sentido de la vida ¿lo inventamos o lo descubrimos?

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Anton Watman/Shutterstock

Miguel Pastorino - publicado el 10/07/19

Una pregunta que sólo se ha planteado en el siglo XX y el siglo XXI

El problema fundamental del siglo XX y del siglo XXI en el que vivimos, sigue siendo la pregunta por el sentido de la vida. No fue siempre un problema, ni siquiera entre los pensadores de otros tiempos. La cultura y las tradiciones que nos daban raíces y valores portadores de sentido está resquebrajándose y deja huérfanos de sentido a millones de personas que luchan por encontrar una razón por la que vivir. ¿Por qué es tan importante tener un sentido para poder vivir?

Aclarando términos: vida y sentido

Cuando decimos “sentido de la vida”, ¿qué queremos decir? ¿cuál sentido? ¿cuál vida? Sin lugar a duda, cuando decimos “la vida” podemos hacer referencia a la vida como historia total, como el universo entero, y preguntarnos si tiene sentido todo lo que existe, si realmente hay una finalidad, un para qué en el origen del Universo. Pero también podemos entender “la vida” como nuestro “mundo”, y preguntarnos si el mundo es de verdad un cosmos, un orden, o en realidad es un caos sin sentido. Y también podríamos limitar la pregunta sobre a vida a la “vida biológica”, y preguntarnos si hay un sentido detrás de la evolución biológica, del nacimiento, el desarrollo, la reproducción, la enfermedad y la muerte. Pero la que nos interesa especialmente es la pregunta por el sentido de cada vida humana particular, como biografía, como historia personal, como un tejido de opciones libres, de aciertos y desaciertos, de éxitos y fracasos, de ilusiones y desilusiones. Claro que podríamos decir que la pregunta por el sentido de la vida personal no podría hacerse sin responder antes a las otras preguntas por la vida en un sentido más amplio. Y creo que es así, pero no obstante podemos hacer el camino inverso y empezar por la vida personal.

El sentido es siempre una realidad, un “algo” que es a la vez significado y orientación. El sentido es lo que da coherencia y razón a la vida y por ello felicidad. La cuestión del sentido podemos comprenderla siempre en su doble significado: como significado de mi vida ¿por qué es importante? ¿Cuál es la razón más profunda de que yo exista?, y como dirección u orientación, es decir ¿hacia dónde va mi vida? ¿a dónde se dirige? ¿para qué trabajo, vivo o muero? ¿tiene una finalidad mi vida?

Una tarea impostergable

Las respuestas que podamos encontrar a las preguntas por el sentido de nuestra vida nos devuelven la paz y nos llenan de alegría, en cambio la ausencia de respuestas nos puede sumergir en la angustia, en el vacío, o en la superficialidad que prefiere no hacerse preguntas.

Estas contradicciones las refleja Miguel de Unamuno con la crudeza que lo caracterizaba: “¿Por qué quiero saber de dónde vengo y a dónde voy, de dónde viene y a dónde va lo que me rodea, y qué significa todo esto? Por qué no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?, y si muero, ya nada tiene sentido” (Del sentimiento trágico de la vida…).

No hemos elegido nacer, sino que nos tocó vivir. No elegimos muchas cosas, pero si cómo vivir la vida y qué hacer de ella. Escribió José Ortega y Gasset en El hombre y la gente, que “la vida no nos la hemos dado a nosotros mismos, sino que nos la hemos encontrado precisamente cuando nos encontramos a nosotros mismos”. Pero la vida que nos regaló, no se nos dio hecha, terminada, sino como una tarea, como un quehacer que cada uno tiene que realizar y cada uno la suya. Nos guste o no, nosotros decidimos mucho de nuestra vida y nos vamos haciendo con nuestras decisiones, siendo la vida siempre una realidad abierta y no un destino ciego prefabricado desde antes. Por eso somos responsables de la vida que construimos, porque no elegimos nacer, pero sí qué hacemos con nuestra vida y la actitud con la que vivimos las cosas que no elegimos.

La vida es siempre incompleta, provisional, nunca concluida. Por eso también es imprevisible en muchos aspectos, llena de oportunidades, de límites y posibilidades.

La vida no se improvisa, se piensa.

La vida es tan rica y compleja que hay que distinguir lo accesorio de lo fundamental, lo superficial de lo esencial, buscando el hilo conductor y el significado que permanece en nosotros a pesar de cambios e imprevistos. Por ello es importante, que, aunque no podamos controlarlo todo y haya muchos acontecimientos que no dependen de nosotros y que nos afectan directa o indirectamente, sería irresponsable no tener en cuenta que hay mucho que sí depende de mí, de pensar, programar, discernir y proyectarme al futuro con realismo y serenidad.

Cuando en la familia, desde pequeños aprendemos a ordenar las ideas y a orientar la vida, aprendemos a anticiparnos a posibles circunstancias que nos puedan tocar.

Improvisar, vivir a lo que se “vaya dando”, a que “todo fluya”, tiene algo de irresponsable y de ingenuidad. Si bien no hay que ser rígidos y comprender que muchas cosas se dan sin necesidad de ser programadas o forzadas, lo cierto es que usar la inteligencia para vivir nos hace correr con ventajas. Quien ha pensado y elegido un rumbo para su vida, ha decidido vivir en función de ciertos valores y con un determinado significado que le dará fuerza e ilusión, le dará un hilo conductor a la trama de la vida. Aunque siempre es posible un cambio, una rectificación y espontaneidad, porque la vida es una realidad abierta, la vida también necesita razones para seguir adelante, motivos para ser, un propósito por el que vivir. Sin embargo, lo que elijamos, también podemos recibirlo como propuesta, como oferta de sentido que nos viene desde otro y no desde nosotros mismos.

¿El sentido lo damos o lo recibimos?

El sentido tiene mucho que ver con la vocación, con el llamado a llegar a ser uno mismo y no la copia de otro o a colmar las expectativas ajenas. La vocación en su sentido más amplio es el llamado a la realización de lo que soy y por ello es inseparable de la felicidad, del amor y del trabajo. En el contexto cristiano la vocación es la llamada de Dios, no un invento personal, es la llamada de Dios a una vida plena que se traduce en la amistad con él, en la comunión con él que empieza en esta vida y se hace plena más allá de la muerte. Esta dimensión vocacional de la fe cristiana también llena de sentido y le da un hilo conductor a toda la existencia. Es cierto que algunos pensadores creen que el sentido, aunque no lo tenga la vida en sí misma, podemos dárselo, construirlo, fabricarlo, otorgárselo nosotros. Y eso puede ayudar a vivir mejor, pero podemos quedar atrapados en una construcción subjetiva y solitaria de una ilusión creada por nosotros mismos sin saber si realmente hay o no un sentido, una finalidad real más allá de nuestros propósitos. La pregunta más honda y radical en este tema, es si existe un sentido realmente más allá de nosotros, si alguien es capaz de dar sentido a lo que somos, a nuestra vida y a toda vida. Y aquí solo es posible recibirlo mediante la fe, creyendo en la palabra de otro que nos asegura que sí hay un sentido real de nuestra vida.

Para la fe cristiana el sentido (logos) se recibe, se encuentra, de descubre, pero no se inventa. No lo inventamos nosotros, sino que lo aceptamos en la fe y eso permite hallar un fundamento que no se reduce a una construcción psicológica, sino que nos llena de paz y alegría, porque la certeza en la que se funda no somos nosotros mismos, sino el amor de Dios que nos creó libremente por amor. Descubrirse amados por Dios es la experiencia de mayor liberación del corazón humano que le permite ensanchar el horizonte existencial y encontrar fortaleza y paz en las situaciones más difíciles que tenga que enfrentar, así como tener un corazón agradecido por las pequeñas alegrías de cada día. Por eso la vida para los cristianos es don y tarea, es regalo de Dios y a la vez la gran misión que nos toca realizar. Los cristianos no creen en el destino, sino en la libertad que nos permite crecer, caernos y levantarnos, aprender y hacernos a nosotros mismos, pudiendo cerrarnos o abrirnos a la Palabra de Dios, a la razón más profunda que sostiene todo lo que existe. “Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías creado”. (Sab, 11,22).

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