Los sucedáneos de alegría no dan la felicidad plena, busca en las buenas fuentes de la felicidad
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Jesús vence las puertas cerradas, abre los muros. Me da la paz que acaba con el miedo. Me entrega la certeza que me falta. Y entonces me siento alegre. Exulto de gozo. Me vuelvo elástico, flexible, no rígido. Un alma joven que no se cierra a la vida y no vive con las puertas cerradas, con miedo y con angustia.
El corazón alegre vive entregado por entero. Sé que está vivo porque ha venido a mi corazón a llenarme de alegría, estando las puertas cerradas. Y desde entonces sé que no quiero perder mi juventud. No quiero dejar de ser joven llenándome de tristezas sin sentido.
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Motivos para la alegría
Jesús ama a sus discípulos entrando en sus vidas y todo cambia. Se saben amados. Experimentan ese amor inmenso del resucitado. Los mira en su verdad y los ama en su pobreza. Y ellos se llenan de alegría.
Decía el padre José Kentenich:
“Consideren qué significa que la verdadera alegría sea expresión de verdadero, profundo amor; alegría, expresión del amor que disfruta, del amor que reposa”[1].
Jesús entra amando y ese amor suyo trae paz y alegría al alma. En el cenáculo cerrado había tristeza y miedo. Intranquilidad y angustia. Cuando entra Jesús y los ama todo cambia. Se llenan de paz. El corazón se calma. Están felices. Ahora sí pueden salir al mundo. Se saben amados por Dios. ¿Qué importa todo lo demás?
Las verdaderas alegrías en mi vida proceden del amor. Cuando me he sabido amado por Dios, por los hombres. Cuando he podido amar con mi amor limitado.
El Padre Kentenich habla de “instinto de felicidad ¡Hambre de alegría! Nuestra alma tiene hambre de alegría, y en forma marcada. Más aún: puedo decir que el alma humana está impulsada en todo momento por esa marcada alegría”[2].
No puedo vivir sin dar respuesta a este instinto fundamental. Una alegría que proceda de un amor sano y hondo. Una alegría verdadera.
Tantas veces busco la alegría sin contar con el amor. Sucedáneos de alegría que no me dan la felicidad plena. Y vivo amargado esperando que el mundo me acepte, me ame, me devuelva la verdadera imagen de quién soy yo.
Y no lo hace. Me devuelve imágenes falsas que intento mantener para sobrevivir. Pero no estoy alegre en lo más profundo del alma.
Anhelo vivir esa alegría del resucitado. Quiero que entre en mi vida y me diga como a las santas mujeres:
“Alegraos. Ellas se acercaron, se postraron ante Él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo: – No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán (Mt 28,8)”.
La alegría de su presencia. Me postro a sus pies. Pierdo el miedo. Quiero esa alegría del hijo que se encuentra con su padre y se sabe amado para siempre. La alegría de los discípulos que también se postran y tocan sus heridas conmovidos. Se saben amados.
El amor todo lo cambia. La alegría verdadera no desaparece ante las contrariedades de la vida. ¿Cuáles son las fuentes de mi alegría? ¿Dónde reposa mi amor tranquilo?
Es la paz que anhelo. La de saberme amado en mi verdad. Esa alegría de Jesús que me llama por mi nombre y me dice que lo busque en Galilea. Que haga memoria. Que vuelva al origen de mi historia de amor con Él. A la primera llamada.
Galilea tiene que ver con mi vocación primera a seguir sus pasos. Con el primer fuego del enamoramiento que ardió en mi alma. Esa alegría honda que nadie me puede quitar.
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[1] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[2] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal