El pintor y su esposa Clotilde combinaron la fama y las obligaciones familiares con una relación de pareja formidable, de la que es testimonio su correspondencia.
Joaquín Sorolla (1863-1923) es uno de los pintores más afamados de la historia del arte de España. Sin embargo, está muy lejos de identificarse con el tópico del artista bohemio, que malvive entre tabernas y buhardillas. En cuanto a la relación con las mujeres, su corazón fue de una sola en toda su vida: Clotilde.
Conocemos a Clotilde por los cuadros que el mismo artista pinta: en casa, jugando con los niños, en la cama después de dar a luz a su hijo Joaquín, pero también en el ambiente social, en la Granja de San Ildefonso, en la playa de Biarritz o en la Malvarrosa, cerca de su casa. La suya es verdaderamente una historia de amor que no superan las novelas románticas.
Sorolla y Clotilde se conocieron siendo niños. Más tarde, él acudiría al estudio del fotógrafo Antonio García Peris, padre de Clotilde, para aprender el oficio de iluminador. La relación se consolida y se casan en 1888.
Musa, modelo y esposa
Clotilde es inteligente y elegante. Sin ser especialmente bella, para Sorolla es la musa, la modelo, la esposa, amiga, confidente y amante. No hay ojos para otra en toda su vida. Viven en Valencia y posteriormente en Madrid, él tiene que viajar mucho… su producción es ingente, pero su referencia es siempre su esposa.
Tienen 3 hijos: María, Joaquín y Elena. Clotilde no deja el cuidado de los pequeños a otras personas, como sería lo habitual en familias de su posición económica. Además, ella se encarga de elaborar la lista de obras que van a cada exposición en el extranjero. A la muerte del artista, se encargará de donar su casa al Estado para convertirla en el maravilloso Museo Sorolla que hoy puede visitarse en Madrid.
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