La religiosa franciscana Alba Stella Barreto trabajó durante más de 30 años en sectores vulnerables de Cali. Su labor con niños, jóvenes y mujeres excluidos le valió el calificativo de ‘el Ángel de Aguablanca’
La hermana Alba Stella Barreto nació en Santander —oriente colombiano— un departamento donde sus habitantes son de carácter fuerte y aguerrido. Y ella los representaba a la perfección porque, de lo contrario, nunca se hubiera atrevido a pararse en medio de pandillas armadas para alzar la voz y pedirles que cesaran sus actos violentos.
Su carácter también le sirvió para que decir públicamente que no tenía miedo de vivir en el Distrito de Aguablanca, una zona peligrosa de Cali, al occidente del país. Esa forma de ser también le permitió denunciar a los gobiernos por no atacar la pobreza con decisión y criticar a las autoridades por la falta de voluntad para combatir la violencia. Su personalidad era tan avasallante que logró ganarse el respeto de peligrosos delincuentes.
En esa zona, en medio de las balas, del hambre, el desempleo, la inequidad y la violencia familiar, la hermana Alba Stella trabajó durante más de tres décadas en favor de niños abandonados por sus padres, jóvenes con problemas judiciales, mujeres cabeza de hogar y, en general, víctimas de múltiples conflictos. A muchos de ellos les enseñó la máxima de “no darles peces, sino enseñarles a pescar”.
Ingresó muy joven a la comunidad franciscana de María Inmaculada en donde se inspiró en los carismas de san Francisco de Asís y santa Clara. Después de tomar los hábitos y vincularse formalmente a su comunidad, estudió Licenciatura en Educación con énfasis en Psicología. Fue directora del Colegio Alvernia —un colegio para niñas de clase alta en Bogotá—, decana de Educación en la Universidad de San Buenaventura y subdirectora de Bienestar Social de la de Bogotá. Todos su trabajos estuvieron relacionados con la educación y las comunidades marginadas.
Trabajó nueve años con indígenas del Cauca y de allí salió para Cali donde empezó su tarea como misionera en Aguablanca, un gigantesco conglomerado de población mayoritariamente afrocolombiana. Sobre sus años en ese complejo sector le contó a la revista Semana que fue la mayor aventura de su vida porque le permitió “entrar a la universidad de la exclusión, de la marginalidad, de la pobreza extrema, siempre con mis compañeros de utopías, los franciscanos de la Provincia de San Pablo. Dos años nos costó desaprender nuestro estilo de vida y aprender a vivir en la ilegalidad y el rebusque”.
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