Les voy a contar una anécdota personal. Cuando era adolescente y atravesaba uno de esos difíciles momentos en los que uno no encuentra su lugar en el mundo, a mi me gustaba, en la hora del bocadillo en el instituto, acercarme a mi casa (por suerte vivía al lado) y mientras almorzaba, contemplar la mítica escena que daba título a Cantando bajo la lluvia. Me había dicho un amigo, uno de esos que sabía mucho de cine, que la susodicha escena era un reconocido canto a la alegría de vivir. Y yo creo que en el fondo estaba encantado de estar vivo.
Stanley Donen declaró en cierta ocasión que fue viendo a Fred Astaire bailar cuando decidió que quería aprender a hacer lo mismo. “Era un mundo de fantasía en el que todo parecía feliz” declaró Donen a su biógrafo, Joseph Casper. Y fue, de hecho, ese canto a la felicidad por la vida lo que caracterizó por lo menos, la primera mitad de su filmografía.
Mientras aprendía a bailar conoció a Jack Donohue, quien lo introdujo en Hollywood como su asistente, pero fue con Gene Kelly con quien llegaría lejos. Donen se pasó por encima lo de ser bailarín y se hizo directamente coreógrafo. Con Kelly formó un equipo de acero forjado y de hecho, con él dirigiría alguna de sus más grandes películas. Con Kelly co-dirigió Un día en Nueva York, una cinta mítica por ser el primer musical con escenas rodadas en exteriores y no en estudio, como era lo habitual.
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