Con mi forma de ser creo atmósferas de cielo y de paraíso, o de infierno y de pantano
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Me gusta pensar que no me salvo solo. No voy solo por el camino de la fe. Mi vida y la vida de los demás están unidas.
Es lo que el padre José Kentenich llamaba Solidaridad de destinos:
“No estamos solos. Estamos entrelazados en una comunidad. Piensen ustedes en un cerro de manzanas. Ahí todo depende de cada una; si una está mala, puede contagiar a todas las otras. La conciencia de la responsabilidad del uno por el otro es un regalo extraordinariamente grande. Nuestro mutuo y profundo estar el uno en el otro sólo puede comprenderse a la luz de esa seria responsabilidad que tuvimos el uno por el otro”.
Soy responsable de los que caminan conmigo. No voy solo. Soy parte de un cuerpo. De la Iglesia. Como dice san Pablo:
“Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Los miembros que parecen más débiles son más necesarios. Los que nos parecen despreciables, los apreciamos más. Los menos decentes, los tratamos con más decoro. No hay divisiones en el cuerpo, porque todos los miembros por igual se preocupan unos de otros. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos se felicitan”.
Todos los miembros del cuerpo son importantes. Todos tienen una misión. “Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro”. Ninguno queda fuera como innecesario. No hay personas desechables, descartables, prescindibles. Todos valen y cuentan para Dios.
Pensar así en la vida me da fuerzas. Mi vida repercute en otras vidas. Lo que hago merece la pena. El bien que hago. El mal que evito. Mis omisiones y mis acciones. Todo importa en el corazón de Dios. Nada es pequeño.
Con este pensamiento aumenta mi responsabilidad. No quiero dejar de hacer todo el bien que aparece ante mí.
A veces, es verdad, prefiero pasar desapercibido y que otro actúe en mi lugar. Que no cuenten conmigo porque estoy cansado o centrado en mis cosas. No quiero que me lo pidan a mí.
Mi omisión entonces no suma, resta. Mi falta de amor es una carencia de generosidad en la entrega. Dejo de cargar las piedras con las que levanto una catedral.
No camino yo solo. Recorro la vida unido a muchos. No me salvo yo solo, me salvo en comunidad. La Iglesia es familia donde cada uno puede encontrar su lugar. No lo quiero olvidar. Familia en la que todos son importantes. Yo lo soy. Y los demás también lo son.
Yo aporto con mi entrega. Cada uno tiene su carisma, su tarea, su forma de vivir, de ser. Todo suma. Todo resta.
Recomienda la Biblia: “No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza”. Sé que mi alegría suma. Y mi tristeza resta.
No quiero estar triste sin motivo, o con motivo. No quiero vivir frustrado. Ni amargarme con las pequeñas contrariedades de la vida.
Siempre me sorprende de nuevo mi incapacidad para llevar con alegría la frustración. Me siento tan frágil…
Sé que todo influye. Todo cuenta. Mi forma de vivir la vida. Mi forma de amar. Sé que con mi forma de ser creo atmósferas de cielo y de paraíso. O de infierno y de pantano.
Veo mi debilidad a la hora de alegrarme cuando estoy triste. Seguir fiel a lo que Dios me pide, cuando he perdido las fuerzas.
Veo mi poca tolerancia con la frustración. A veces son cosas sin importancia las que me quitan la ilusión. Me da pena dejar de sumar cuando estoy triste. Todo influye. No estoy solo.
Quiero aprender a ser más solidario. Hoy hay tanta gente que vive el dolor y la frustración en soledad. Tantos hogares unipersonales. Tantas personas que no encuentran consuelo en otros. Y no tienen en quién apoyarse en medio de las dificultades del camino.
No cuentan con amigos de verdad. No se siente queridos por personas cercanas. Buscan en las redes sociales el reconocimiento del que carecen.
Quiero entregar mi alegría a los que están tristes. Vencer mis tristezas haciendo algo por los demás. Construir lazos firmes en una sociedad de lazos líquidos, cambiantes, superficiales. Vínculos que sean como una roca.
Es lo que quiero construir. Una comunidad estable y firme. Una Iglesia familia en la que todos puedan encontrar su espacio y sentirse queridos.
Comenta el padre José Kentenich:
“Nuestra labor consistirá en tomar conciencia una y otra vez de nuestra relación con un mundo capaz de salvación y anhelante de salvación. Desde el principio apuntamos muy fuertemente a romper la estrechez de lo individual. De ahí la formación de una gran familia”[1].
Estoy llamado a vivir en familia. Cuidando los vínculos que Dios me ha dado. Cuidando ese ambiente de comprensión en el que todos encuentren un lugar. Aceptación, solidaridad, alegría. Ese ambiente familiar en el que cada uno puede ser fiel a su originalidad sin temer el rechazo.
Comenta el papa Francisco: “Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar”.
Necesito un amor que una. Un amor en el que todos se sientan queridos en su verdad. Un amor fuerte, firme.
El amor suma. Mi entrega generosa aporta. No me salvo solo. Quiero unir y no separar. Amar y no rechazar.
Renuevo mi deseo de cuidar a los que Dios me ha confiado. Me hago solidario. Venzo mi egoísmo.
[1] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus