Quiero sostener la vida cuando esté creciendo o decreciendo, o cuando yo mismo sea luna llena que da luz en la noche, incluso cuando me sienta vacío, o sin luz…
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No sé qué tiene la luna que parece mágica. Se oculta bajo el sol sin desaparecer. Y en la noche brilla en distinta medida. O refleja la luz del sol. Ya no lo sé.
Me desconcierta la luna nueva, apenas la veo. Me alegra la luna creciente que comienza a darme esperanza. Me entusiasma la luna llena que brilla casi como el sol mismo, y logra que la noche desaparezca. Me turba la luna decreciente que deja que aumente la oscuridad paso a paso.
Con el sol puedo contar siempre en la misma medida. Salvo cuando las nubes se interponen. Pero aun entonces su brillo traspasa las nubes e ilumina mi día.
Pero la luna. ¡Es tan respetuosa! No siempre está en la misma medida. Y aun brillando en su máxima expresión, respeta las normas de la noche. Y deja que a su lado brillen las estrellas, mucho menores, con mucha menos luz. Pero no las esconde bajo su brillo.
Tiene la luna algo maternal, porque vela mis sueños. Reposa en mi descanso. Y acuna mis miedos cuando me turba no ver el sol.
Cuando crece aumenta mi esperanza. Cuando decrece me anima a no desesperar. A menudo la presencia de Dios en mi vida es más como la luna. Su presencia oculta y silenciosa…
Al sol no puedo dejar de verlo. Pero a la luna no siempre es fácil descubrirla entre tanta estrella. Creo que hay dos formas de brillar, la de la luna y la del sol.
El sol brilla sin menguar nunca. La luna refleja una luz que no es suya. Y no siempre en la misma medida, cambia.
La luna me habla de la vida misma, de mis sueños y padecimientos. Siempre está ahí, aunque yo no la vea. No se va de mi lado. Permanece en mis miedos, brillando incompleta. Y sostiene mis debilidades.
Me gusta el amor de los que me aman como la luna. Están en mi vida sin verlos, siempre presentes. Callados tantas veces esperando a que dé mis pasos. Y yo los doy, sin miedo. Porque no me siento solo.
Quisiera alcanzar la luna muchas veces y luego regalarla. Para el que ha perdido la esperanza. La persigo como ese sueño inalcanzable velado por las estrellas.
Quiero lo imposible, regalar la luna, o que me la regalen. Alcanzar las estrellas y caminar por ellas. Tocarlas con mis manos, o que Dios me las alcance.
Creo que el amor es lo que cambia mi forma de mirar la vida. Cambia mi humor, hace que la tristeza se torne alegría.
Recuerdo un diálogo del Principito hablando de las estrellas: “Las gentes tienen estrellas diferentes, no son las mismas para todos. Para algunos, los que viajan, las estrellas son sus guías. Para otros, no son otra cosa que pequeñas lucecitas. Para otros, los sabios en astronomía, entrañan problemas. Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero ninguna de esas estrellas habla. Tú, sin embargo, tendrás estrellas diferentes, como nadie las ha tenido. – ¿Qué me quieres decir? -Cuando por la noche mires el cielo, estaré en una de esas estrellas; y como yo reiré te parecerá que todas las estrellas ríen para ti. ¡Tú tendrás estrellas que saben reír!”.
Creo que mirar la luna y las estrellas me enseña a vivir, a reír, a amar. Dejo de mirar los problemas de cada día que tanto me turban. Y en la oscuridad de mi alma entra una luz tenue que todo lo ilumina.
Miro las estrellas y la luna para aprender a mirar dentro de mí. Sin violencia, sin ruidos, sin prisas. Miro a ese Dios que está conmigo, en mi interior. Oculto y callado.
Decía san Agustín: “Las personas viajan para maravillarse ante las alturas de las montañas, las enormes olas del mar, la inmensa vastedad del océano, el movimiento circular de las estrellas, y, sin embargo, se contemplan a sí mismos sin mostrar el menor asombro. Oh, Señor, siento que Tú estabas delante de mí, pero como yo había huido de mí mismo, no me encontraba, ¿cómo iba a encontrarte a ti?”[1].
Busco a Dios fuera de mí, y necesito aprender a verlo en mi interior. Las estrellas de mi alma iluminan mi camino.
Su reino crece muy quedo, muy dentro de mí. Casi no lo percibo. No está Dios en las estrellas, tampoco en la luna. Crece dentro de mí y me habla en medio de la oscuridad de mi camino.
Y es a veces menguante. A veces creciente. A veces luna llena en mi alma. Y otras veces, siendo luna nueva, me desconcierta. Pero está.
No por tener menos luz es más pequeño. No porque yo no lo vea es que no existe. Está siempre velando mis sueños y sosteniendo mi risa.
Para que ría desde la estrella de mi vida con ganas. E ilumine otros paisajes y llene de música otras vidas.
Quiero sostener la vida cuando esté creciendo o decreciendo. O cuando yo mismo sea luna llena que da luz en la noche. Incluso cuando me sienta vacío, o sin luz, aun entonces seguiré estando presente. En medio de la vida y de los días.
[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66