Si olvido mis metas e ideales y sólo copio, pierdo base y firmeza y a mis principios se los lleva la corriente
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Me doy cuenta con frecuencia de lo fácil que es caer en la masificación. Dejo de tener opinión propia y me uno a lo que todos piensan. Y sucede en todos los ámbitos de mi vida.
Decía el padre José Kentenich: “También en el ámbito religioso existe la masificación. Procuremos por lo tanto que las grandes ideas sean captadas siempre a nivel individual, a fin de formar personas de carácter firme”[1].
Incluso cuando intento vivir mi fe de forma original puedo caer en la imitación. Me dejo llevar por la corriente, por el ambiente que impera.
Necesito tener el corazón arraigado en Dios y tomar una opción personal. Necesito raíces, un nido propio, una forma original de vivir mi fe.
Sé que la vida fluye a demasiada velocidad. Me hablan de un tiempo líquido en el que nada es sólido a mi alrededor.
No encuentro lugares seguros y firmes que permanezcan en el tiempo. No descubro cómo construir mi propia casa para que no se la lleve la tormenta.
Me da miedo que todo fluya con demasiada fuerza. Lo que ayer estaba claro, hoy parece haber cambiado. Lo que un día era seguro, ahora ya no lo es.
Y mis principios de entonces, esos que parecían tan sólidos, de repente es como si ya no tuvieran vigencia.
El mundo cambia demasiado rápido. Las personas cambian. Yo mismo cambio. Un joven de ahora no es igual que ese joven de mi tiempo.
Eso importa. Porque corro el peligro de aplicar ahora los criterios de entonces. Y juzgar el pasado con los criterios de ahora.
Me asusta vivir masificado. Y comportarme como todos se comportan para no romper con la norma, con lo exigible.
Las tendencias pesan demasiado. Es como si no supiera hacer las cosas a mi manera. Imito, copio, me dejo llevar.
Estar masificado es dejar de tener metas propias, ideales únicos que encienden mi alma. ¿Qué es lo original que hay en mí y que nadie más tiene? ¿Cuál es mi forma propia, inimitable de vivir mi fe?
Quiero descubrir mi manera de hacer las cosas.
Me impresiona encontrar a personas que no se conocen. Y no saben decir cuál es su aporte concreto, su forma original de amar y ser amados.
Tal vez han encerrado su corazón para no mirarse demasiado. Quizás temen lo que pueda salir de su interior.
Una persona me decía que en su educación religiosa le repetían estas palabras: “Mira que el corazón es un traidor. Tenlo cerrado con siete cerrojos”.
Esa mirada negativa sobre el corazón me hace temer todo lo que de él salga. Si me lo creo, pongo el acento entonces en la fuerza de voluntad, en la razón que me dice lo que está bien y lo que está mal. O sólo en las normas, iguales para todos.
Me atengo a lo que corresponde hacer en cada caso. Pero me olvido del corazón. Olvido mis afectos, mis apegos, mis pasiones. Dejo de lado lo que de verdad mueve mi mundo interior.
He puesto siete candados y no miro mi alma. Me da miedo. Incluso puedo llegar a pensar que soy egoísta si lo hago. ¡Qué curioso!
Me decía esa persona: “No podía mirar mi dolor, pero tampoco vivir de corazón mi alegría”. Si no miro en mi interior no logro ver lo que sufro. Y tampoco veo lo que de verdad me alegra.
Tapo el corazón porque no quiero ser débil. Ni dejarme llevar por sentimentalismos. Y me da miedo que la alegría desmedida me haga superficial.
No quiero ser superficial. No quiero ser mundano. Cierro con siete candados el corazón. Y me masifico pensando y sintiendo como lo hacen los demás. Dejando de lado mi libertad que me parece tan herida.
Y creo que sólo siguiendo lo que otros hacen actúo bien. Me masifico siguiendo a Dios por rutas que tal vez nunca hubiera elegido de ser libre. O dejando de lado aquello que hay en mi interior. Lo más mío. Pero que creo demasiado alejado del deber ser. De lo que corresponde a un buen cristiano.
¿Acaso no soy cristiano? ¿Por qué peco entonces en lo que todos pecan? Todo es vanidad. Es vanidad pensar que por ser cristiano no debería pecar nunca.
No dejo de ver que la fragilidad es parte de mi equipaje. En el cielo veremos cuánto nos parecemos todos los hombres.
No quiero tener mi corazón sellado con siete sellos para que no salga de él nada malo. Tampoco saldría lo bueno.
No quiero cerrar ese huerto sellado en el que Dios habita. Tampoco quiero dejarme llevar por la masa. En ningún sentido.
Quiero ser yo mismo, con mi originalidad, con mi riqueza, con mi historia sagrada en la que hay tristezas y alegrías, con mi corazón abierto.
¡Cuánto necesito mirar mi corazón con los ojos de Dios! Él rompe todos los candados y lo deja libre. Me deja volar.
Él entra acabando con mis miedos y me hace ver la pureza que tengo guardada. Mi belleza escondida. Él me mira como yo no me miro. Me mira con bondad y se alegra con mis alegrías. Y sufre con mis penas.
A ese Dios es al que amo, al que sigo. En Él quiero echar raíces y descubrir el cuño original con el que soy cristiano.
[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus