Necesito tocar a Dios y que sane mis heridas más humillantes
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¿Qué deseo en lo más profundo de mi alma? A menudo paso por encima de esta pregunta. Como si no me interesara.
Como si me pasara lo que me decía una persona: “A mí me enseñaron un falso olvido de sí, que me llevó a pensar que cualquier mirada al interior de mí misma era ser soberbia, por no estar mirando a los demás para servir”. Como si pensar en mí, en mis dolores, en mis temores, fuera un acto egoísta.
Me acostumbro a vivir volcado hacia los demás pensando que soy el mejor cristiano. Pero me olvido de mí mismo, de mis miedos, de mis obsesiones, de mis angustias.
Quiero aprender a escuchar la voz de mi alma. Ser capaz de detener los pasos y escuchar al grito que surge en mi interior: “Ten compasión de mí”.
Quisiera tener más fuerza interior para hacerme más caso. Dejar que Dios mire en mi corazón y me pregunte por mis deseos más verdaderos. Tengo un deseo hondo, oculto, una sed infinita.
“La pobreza más terrible e inhumana es la falta de Dios. La ausencia o el rechazo de Dios es la miseria humana más extrema. No hay nadie en este mundo capaz de colmar ese deseo del hombre. Sólo Dios sacia y lo hace infinitamente”[1].
Necesito tocar a Dios. Y que Dios me toque. Que se abaje sobre mi impotencia. Que sane mis heridas más humillantes. Esas que no quiero reconocer, porque no me atrevo.
No veo al que me necesita. No veo a Dios en mi vida. No veo más allá de mi problema. Quiero tener claro lo que deseo que Jesús haga en mí. Como si sólo pudiera pedir tres deseos y se me acabara el tiempo.
Pienso que lo urgente, lo que ahora me inquieta, tal vez no es lo principal. Quiero pararme en mi camino como un ciego que no ve, que no se ve por dentro.
Porque es verdad que no me veo. No sé percibir mis más hondas angustias. Busco dando palos de ciego.
Quiero calmar la sed de mar que tengo en mi alma. La sed de un océano sin orillas donde calmar todos mis gritos de soledad.
Le pido a Dios lo inmediato demasiadas veces. Hoy no quiero hacerlo así. Me detengo ante Jesús que me mira con misericordia. Él lo sabe todo de mí. Conoce mis miedos más profundos y ha tocado las angustias que me quitan la paz.
¿Qué quiero que haga por mí? Me llevo esa pregunta al silencio de mi alma. Quiero decirle la verdad, mi verdad. Callo esperando encontrarla.
[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66