Me pongo en camino y me pregunto hoy qué es lo que me detiene. ¿Dónde me ato, me esclavizo y así dejo de crecer?
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Hoy Jesús va de camino, se pone en marcha, sale de su hogar. Hace como tantas veces en el Evangelio. Recorre la tierra de los hombres. Lugares conocidos. Se encuentra con los que más lo buscan y necesitan.
Me conmueve ese Jesús humano que pasa por mi vida: En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Jesús camina con los suyos. Con aquellos que lo siguen, con los que no se han dado la vuelta para abandonarlo.
Hoy Jesús ya no teme quedarse solo. Va con los que lo aman y Él los ama. Yo tampoco voy solo. No recorro la vida solo. A veces puede parecérmelo. Toco esa soledad con Dios. Pero no estoy solo. Amo a muchos. Muchos me aman.
Jesús no era un solitario. Necesita la soledad. La frecuenta también más de lo que yo lo hago. Sube a un monte solitario. Se aleja de las masas que quieren tocarlo. Pero a menudo va acompañado. Con muchos. Rodeado de sus discípulos y de tantos heridos que encuentra en el camino.
A veces temo vivir escondido. Sin hacer el esfuerzo por salir fuera de mí. Sin recorrer ningún camino. Sin visitar aldeas nuevas que no conozco. Temo aburguesarme y esperar a que la vida me toque de alguna forma. Si me necesitan me buscarán, pienso. Y me quedo quieto. No salgo. No me arriesgo.
Por eso me gusta que Jesús camine por los pueblos. Se abaja. Deja de mirar a las alturas y mira al hombre que sufre, al hombre enfermo. Al herido. Se abaja desde la montaña, desde lo alto. Jesús tenía el corazón ordenado. Anclado profundamente en Dios y en los hombres. Pero en mi corazón no sucede lo mismo.
Siento lo que explicaba el P. Kentenich: La virginal primavera, la blancura de la nieve, la pureza de los ojos de los niños despierta todo lo grande que llevamos en el alma. Goethe decía: – ¡Ay! ¡Dos almas moran en mi pecho!: Una apunta con fuerza hacia abajo; y la otra lo hace con igual fuerza hacia arriba.
Tengo un gran anhelo por los ideales que me alegran y me elevan. Hacen que mi corazón vibre y se enamore. Y entonces, cuando es así. Cuando logro subir a las alturas y me encuentro con Dios en lo hondo de mi alma.
En esos momentos me siento con fuerzas para ponerme en camino e ir hacia los hombres. Pero a veces me dejo llevar por esa fuerza interior que tira de mí hacia abajo. No hacia los hombres, sino hacia la pereza, la dejadez, el egoísmo, la comodidad, la tristeza.
Dejo entonces de salir para servir. Y sólo pienso en mí, en lo que necesito, en lo que a mí me hace falta. Jesús camina para servir. Sale de su hogar, de su comodidad, para buscar.
Leía el otro día: Hazte al camino, deja tu tierra… ¿Qué tierra? Procura que la Iglesia, que hasta ahora estaba como un bloque inmóvil, se distienda y desprenda interiormente; que tenga el valor de abrir las ventanas, de quitar el cerrojo a puertas y ventanas, para permitir que sople el espíritu del mundo en sus recintos, y dejar que su propio espíritu, el espíritu de la Iglesia, sople en el mundo totalmente cambiado de hoy.
Quiero un corazón abierto, libre, grande. Un corazón que esté dispuesto a amar siempre, a buscar siempre al necesitado. Me quiero poner en camino con Jesús.
Como explica el P. Kentenich el camino es largo: En el orden de la vida espiritual tenemos un largo camino. Hay que pasar del egocentrismo absoluto al amor oblativo, totalmente descentralizado de uno mismo, a semejanza del inmenso amor de Dios.Un amor que no se busca a sí mismo, sino que se entrega siempre.
Me pongo en camino y me pregunto hoy qué es lo que me detiene. ¿Dónde me ato, me esclavizo y así dejo de crecer? Me es fácil quedarme donde me encuentro.
Hoy escucho que Jesús se pone en camino y recorre la tierra de los hombres. Me pongo en camino. Voy al encuentro de quien me necesita. ¿Quién quiere estar cerca de mí? ¿A quién le abro o cierro la puerta de mi vida?