Análisis y reflexión sobre el pensamiento del Pontífice a raíz de su carta al pueblo de Dios
La Carta del Santo Padre Francisco al pueblo de Dios, enviada el pasado 20 de Agosto, y publicada en la web del vaticano, es una invitación a la conversión de cada uno de los bautizados en estos tiempos difíciles.
Lo primero que salta a la vista en este escrito, igual que en la petición de perdón pública, explícita, detallada e incluso escalofriante que el sumo pontífice protagonizó durante la misa que celebró en Dublín el 26 de Agosto, es que los más atroces pecados de la Iglesia merecen nuestra infinita atención y vergüenza.
Si nuestra religión tiene pretensión de ser verdadera, debe hacerse cargo de la desagradable “realidad” de este mal cometido, hasta la identificación y solidaridad con el sufrimiento, muchas veces humanamente irreparable, de las víctimas y familiares. Lo dice alto y claro, citando a San Pablo: “Si un miembro sufre, todos sufren con él” (1 Co 12, 26).
Cualquier otra postura al respecto caería en el cainita: “¿Soy yo el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9 cit. en la carta), quintaesencia de la autorreferencialidad que el Papa no se cansa de denunciar: en la exclusión social de los más pobres, en el olvido de los inmigrantes, en la explotación de los más débiles, en el arrumbamiento de los ancianos, en el poco cuidado de nuestro mundo, etc.
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En este texto, condena a los perpetradores de los abusos y a sus encubridores, y apoya las correspondientes acciones de la justicia, así como la tolerancia cero ante actos tan reprobables como los abusos de conciencia, de poder y sexuales. Sin embargo, no considera a los responsables de estos hechos como externos al cuerpo de la Iglesia, de la cual es Obispo en Roma, sino que los asume como propios, como un mal que llaga la comunidad eclesial y el cuerpo de Cristo.
La Iglesia es casta meretriz, y que sus fuerzas y horizontes son de otro mundo. Es algo de lo que él mismo es consciente en su vida, como se ve en la respuesta que le dio a Antonio Spadaro en Civiltà Cattolica cuando éste le preguntó quién era Jorge Mario Bergoglio: “Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos”.
Así, siguiendo con lo que él mismo nos ha dicho en su reciente Exhortación Apostólica, Gaudete et Exultate, el Papa no se deja llevar por tentaciones gnósticas ni pelagianas. Por un lado, no construye un muro mental entre los buenos y los malos, sino que reconoce que la infección está en el cuerpo. Por el otro, no sugiere que la solución pase por un mero ejercicio de auto-superación, sino que considera la enfermedad por encima de las capacidades de cura de las acciones humanas.
En nota a pie de página en la mencionada carta nos encontramos con un cita evangélica: “Esta clase de demonios solo se expulsa con la oración y el ayuno” (Mt 17, 21). Ambas acciones, a las que nos invita repetidamente el Papa, consisten en afirmar que el único modo realista de contragolpear ante el envite recibido en el cuerpo de la Iglesia es mendigar y unirse al sentir del único capaz de cumplir la vida humana con su entrega y misericordia.
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Y en la oración habla el silencio, y se entra de nuevo en diálogo con las acciones y las palabras del Papa, que nos advierte sobre el origen de los abusos de conciencia, de poder y sexuales: el clericalismo –el ejercicio de esa malentendida autoridad que osa entrometerse en la relación libre de cada persona con Dios- y las diferentes formas de elitismo.
Ante este tipo de perversiones, la Iglesia nos ofrece la vida comunitaria y su educación, siempre pendiente de la periferia, del necesitado. Como el mismo Juan Pablo II nos decía: “Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse” (Novo millennio ineunte, 49, cit. en la carta).
De nuevo llegamos al hospital del campaña del que tanto habla el Papa, pero no como un lugar de truculencia, sino como un lugar, la Iglesia, en el que involucrarse en una transformación eclesial y social que no parta de nuestra capacidad sino de una “conversión personal y comunitaria”, que nos lleve “a mirar en la misma dirección que el Señor mira”.
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